Advierto que el título contiene propaganda engañosa. Nunca vi, que recuerde, cine iraní en La Habana. Allá, no dejaba de ir a festivales, semanas de cine internacional del país que tocara y era espécimen notorio de la fauna que asistía casi a diario a la cinemateca. Pero hasta 1995, fecha en que me convertí en especie migratoria, el cine de la hermana república islámica de Irán todavía no se había puesto de moda en Cuba. Las buenas relaciones políticas con la hermana república islámica no habían pasado aún al plano cultural.
Sin embargo, asistir al ciclo de cine iraní previo a la revolución islámica de 1979 que se proyectó en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMa) hace algunas semanas tuvo para mí mucho de experiencia habanera. El encuentro con caras repetidas, la complicidad entre cierta parte del público, el cómodo aislamiento del mundo exterior con el que, al mismo tiempo, se trazaban curiosos paralelos. Todo tenía mucho en común con lo que experimentaba en los noventa en las butacas del Chaplin y de La Rampa. Apenas siete u ocho películas. En cambio, mi mujer vio casi cuarenta.
Había de todo, desde melodramas de jóvenes ingenuas pretendidas por malvados que culminaban en peleas que harían palidecer las de Bruce Lee hasta descarnadas denuncias sociales, pasando por inmersiones en la vida tradicional del campo iraní amenazada (o no) por la modernidad o por la influencia extranjera que allá venía ser lo mismo. En conjunto, las películas trazaban el paisaje de un mundo que, al menos en las ciudades, se occidentalizaba y no dejaba de resentir la asfixia que le imponía el régimen de su Majestad Imperial Mohamed Rezha Pahlevi.
En una de las últimas películas que vi, El ciervo (Gavaznhā, 1974), del director Masud Kimiai, el régimen del Sha aparecía retratado de cuerpo entero en forma de censura. La proyección comenzó con las palabras y la imagen de Kimiai en una declaración grabada especialmente para el ciclo del MoMA. Comentó la extrañeza de hablar de una película filmada hace medio siglo y de sus tribulaciones con la censura. Los censores querían convertir la historia original de un revolucionario —Ghodrat, quien asalta un banco para conseguir fondos para la resistencia contra el régimen y busca refugio con Seyed, un antiguo compañero de estudios— en la de un simple asaltante de bancos por cuenta propia, sin ideología redentora. Para lograrlo, los censores forzaron a Kimiai a introducir diálogos que insinuaran que el protagonista era un delincuente común sin otro fin que el de enriquecerse, aunque tal actitud contradijera el altruismo con el que se comportaba durante el resto de la historia.
A los ojos de los censores del Sha, el otro gran «problema» de la película era el final. Originalmente, se representaba al revolucionario Ghodrat atrincherado en el apartamento de Seyed, a punto de ser asaltado por la policía. Su huésped, drogadicto redimido por las arengas de su amigo, convence a los adustos agentes del orden para negociar la rendición de Ghodrat. Sin embargo, al comprender que su amigo no piensa rendirse, Seyed corre hacia el apartamento