LA HABANA, Cuba. – Detrás de cada cartel de “Se vende” colgado en una casa es bastante seguro que haya una familia que se va, que se ha ido o que está pensando en irse de Cuba. No son uno o dos como siempre se vieron por ahí, en todas las épocas, sino que son miles de anuncios como señales de auxilio, como los subtítulos de una película muda, traduciendo a veces la fortuna y alegría de los que logran escapar pero igual la tragedia o el dolor del desarraigo, de la pérdida de la memoria y el patrimonio familiares, de la renuncia a todo lo que no se puede cargar en la mochila, en los bolsillos, en los brazos cuando se emprende la fuga.
Detrás, abandonado, queda lo que no se pudo vender aun en precios de desesperación, lo que no se regaló a los amigos, vecinos y familiares que todavía no se van, lo que se olvidó en algún rincón: muebles, adornos, ropas, libros, papeles, fotos, y lo que nadie quiso, lo que no hubo forma de traspasar a nadie porque todos quieren “regalos” pero pocos quieren “problemas”.
Así, abandonadas quedan las mascotas cuando el dinero o el tiempo no alcanzan para cargar con ellas, cuando todo sucede tan rápido que “hay que apretar el pecho y no mirar atrás”, como me respondió un vecino cuando le pregunté qué haría con sus perros cuando llegara el día de marcharse.
Algunos llevan con él más de 10 años; otros, apenas cinco, dos. Han sido su única compañía después de que los hijos se fueran pero eso no es suficiente. Las mascotas no van, las mascotas no emigran, las mascotas quedarán a merced de los vecinos que se quedan, de los nuevos vecinos que lleguen, de la bondad, de la indiferencia o de la perversidad que tanto abunda entre nosotros por estos días de “sálvese quien pueda”.
“¿Quién querría perros y gatos donde apenas hay comida para sobrevivir, donde todos los días se acuestan y levantan (ni siquiera duermen o despiertan) pensando en cómo dividir el último muslo de pollo, el único huevo, entre cuatro, cinco o más personas?”, se pregunta un señor al hablarme sobre cómo por estos días se ven más animales comiendo en los basureros, compitiendo por un bocado con personas, registrando en busca de algo más “sustancioso” que latas y botellas vacías.
“Perros que no se criaron en la calle, ningún perro coge ese tamaño viviendo en la calle y menos en Cuba. Es evidente que son perros que han botado”, repite el señor una y otra vez mientras lamenta no poder darles refugio. Él, que vive de una pensión, no podría alimentarlos, mucho menos pagar a un veterinario para sanar a los que lo necesiten.
Incluso para quienes ganan un salario (donde los más altos raras veces superan los dos dólares diarios) se les hace muy difícil atender una mascota por estos días, ni siquiera cuando es un simple pez, un ave en cautiverio (“¿para qué más de esos encierros por los cuales huimos?”, me dice un amigo). Tener una mascota es un lujo, más cuando comer también lo es.
Uno debe elegir quién come o quién se pone a salvo, y las mascotas casi siempre salen perdiendo.
“Frente a mi casa una mujer botó al perro. Era un husky. Comía lo que comen esos animales. Primero se puso flaco que parecía un cadáver, después se le cayó el pelo. Aullaba de hambre todas las noches. Era espantoso oírlo. Yo vi cuando el hijo se lo llevó. Lo vi dos o tres veces comiendo en la basura (…). Después murió, sin dudas, porque nadie hubiera recogido ese animal. No parecía un husky de lo mal que estaba”, me dice una señora que hubiera querido adoptar al animal pero su situación económica no se lo permitió.
“Yo viraba la cara para no ver eso”, agrega la señora. “Es que se ven tantas cosas feas que ya yo salgo a la calle y trato de no ver para ningún lado. Los otros días había un hombre en la misma puerta del mercado con un saco lleno de gatos para comer, eran para comer. Hay gente que le protestaba, como yo, pero la mayoría se reía. Pobres animales, y n