La basura forma parte de mi vida, y no porque estemos rodeados de contenedores desbordados. Con basureros y barrenderos tengo algo más. La basura y yo tenemos historia. En mi familia hemos sido recogedores de “cosas que todavía están buenas”. La tabla con la que llevo casi veinte años planchando fue recogida al lado de un contenedor en Buena Vista. Así nos ha pasado con pedazos de sillas, mesas y objetos antiguos que mi madre usa para decorar el balcón donde tiene sus plantas.
Hace años visité el basurero provincial como parte de la investigación de un grupo de teatro al que pertenecía. Nos adentramos en el basurero en busca de cuerpos de muñecas, elemento alrededor del cual giraba el espectáculo. Allí conocí a personas que viven entre la basura, que arman sus casas con un cartón, una puerta de frío, un pedazo de hierro y una sábana vieja. Vi cómo cocinaban comida que había sido desechada. Tenían al fuego un caldero tiznado con una sopa de camarones que olía a rayo encendido. Vi que llevaban un zapato de un tipo y otro distinto. Olían a ron, parecían solidarios y distraídos.
Cuando salimos de Los Quimbos, como le llaman a esa especie de caserío, nos acercamos al centro del basurero, a donde llegan los camiones a descargar. Los pies se me hundían porque la basura se pone blandita cuando pasan los días.
Vi montañas y más montañas con todo lo que botamos a diario en La Habana. Vi riscos con jabitas de nailon ondeando como banderitas multicolores. Allá arriba, en el centro de El Bote, había gente recogiendo cualquier cosa. Creo que se especializaban en recolección de desechos de un mismo tipo. No se llamaban por sus nombres, sino por apodos.
El olor que emanaba de las capas y capas de basura no me resultó del todo desagradable, recordaba algo así como acetona mezclada con cáscara de mango. De aquel viaje guardo algunas imágenes, un bracito de muñeca y un pedazo de plato roto.
Antes de querer ser bomberos o superhéroes, mis dos hijos han querido ser como los hombres del camión de la basura.
Cuando mi hijo mayor tenía un año, vivíamos en Centro Habana y en la esquina del edificio había una gran montaña de desechos. Los adultos vivíamos quejándonos del basurero, hablando mal de la peste, de las moscas, del criadero de vectores, de la indolencia de los que debían recoger semejante desastre. Pero el niño, inocente y entusiasta, esperaba a que apareciera el ruidoso camión de la basura.
Casi siempre pasaba en las noches. Si mi hijo estaba durmiendo se despertaba con el ruido y había que asomarlo en el balcón para que apreciara, como si fuera una ópera china, el trasbordo de basura.
Mi segundo hijo de alguna forma heredó ese entusiasmo por los del camión. Con 3 años tenía retraso en el lenguaje y sólo mencionaba palabras de gran significado para él. Una de sus frases más repetidas era: “Camión basura”. Así