A solo unos días de la celebración ya habitual del Día del Teatro Cubano, que el calendario cultural del país reconoce cada 22 de enero, se anunció que el Consejo Nacional de las Artes Escénicas (CNAE) tendrá una nueva presidenta. Creado el 1 de abril de 1989, cuando un sistema de trabajo acabó instaurándose entre las dependencias del Ministerio de Cultura que entró en funcionamiento a partir de 1976 como sustituto del antiguo Consejo Nacional de Cultura, el CNAE regiría desde ese momento la acción escénica de la Isla, y tendría a su cargo las políticas de producción, programación, promoción y difusión de lo mejor de lo que ocurría en nuestros escenarios. Y ampliaría todo esto activando además un conjunto de proyectos por obra, que aspiraban a dinamizar la ya agotada estructura de grandes compañías que dominaba por entonces la cartelera del país.
Fue un paso arriesgado que contó con defensores y enemigos, pero que a la luz de ese momento, y tras un largo proceso de revisión por parte de los especialistas que trabajaban en la Dirección de Teatro del Ministerio de Cultura, se avizoraba como una vía segura de desarrollo. La presidenta fundadora del CNAE fue la respetada actriz, directora y profesora Raquel Revuelta. Marcia Leiseca, la funcionaria que había tenido a su cargo la Dirección de Teatro, pasaría a dirigir el Consejo Nacional de Artes Plásticas[1]. El panorama teatral que ahora el CNAE re/presenta es, indudablemente, muy distinto al de aquel día fundacional. Ni el país, ni las instituciones, ni su teatro, son hoy, en la arrancada de 2024, los mismos de aquel 1989.
Raquel Revuelta y Armando Hart. Foto: Archivo Mincult
La preocupación por reestructurar las fuerzas del tan llevado y traído «movimiento teatral cubano» venían desde el inicio del laboreo del Ministerio de Cultura. Tras los errores de la parametración y la censura a varios de los principales nombres y líderes de ese conjunto de grupos y compañías, se trató de restañar en lo que se pudo dicho panorama. El primer Festival de Teatro de La Habana, efectuado entre el 18 y el 29 de enero de 1980, fue un punto crucial en ese procedimiento, y el libro de memorias[2] que publicó en 1982 la editorial ORBE borra cualquier duda al respecto. Los premios recayeron en personalidades esenciales, como Berta Martínez, Vicente Revuelta o Roberto Blanco, que habían sido víctimas del recelo oficial y la parametración que se impuso a partir de 1971, junto a otros creadores más jóvenes o representantes de tendencias como la impulsada por el Teatro Escambray o Cubana de Acero.
No todos, sin embargo, recibieron el mismo tratamiento: Virgilio Piñera, nuestro dramaturgo mayor, y un rostro que no aparece en esa galería tan amplia, falleció a fines de 1979 sin ser rehabilitado en vida, como hubiera merecido. No obstante, el Festival trató de sanar resquemores, y fue el propio Roberto Blanco el encargado de dirigir, en la ceremonia de inauguración, una puesta que reconstruía los hechos del Teatro Villanueva, aquel 22 de enero de 1869, a 111 años de ese 1980.
Como se sabe, durante la representación del sainete Perro huevero, aunque le quemen el hocico, uno de los intérpretes lanzó el grito de «¡Viva la tierra que produce la caña!», una poco disimulada manera de clamar por la libertad de Cuba, y las tropas españolas ahí presentes, que ya esperaban algo así, abrieron fuego contra el público y los actores. El Consejo de Ministros proclamó que aquel motín, evocado por José Martí en sus Versos sencillos y reconstruido luego en una secuencia crucial del excelente filme El ojo del canario, enlazaba al teatro y a las luchas patrióticas como prueba del diálogo permanente y comprometido de una cosa con la otra.
Sin embargo, el 22 de enero perdería ese significado cuando en unas pocas ediciones después de la inicial, el Festival movió su cartelera a fines de año. En Camagüey, con el propósito de destacar esencialmente el teatro y la dramaturgia cubana, nace el Festival de Teatro que desde 1983 impulsaría esos anhelos de un sitio específico para tal florecimiento. El evento de La Habana dio inicio a una segunda fase, ya no competitiva, que incluyó en su muestra también a grupos extranjeros, y bajo ese concepto perdura hasta hoy.
El 22 de enero no recuperaría su lustre en nuestro calendario cultural hasta que en 1999 se entrega por vez primera el Premio Nacional de Teatro, que en dicha ocasión recayó merecidamente en Raquel y Vicente Revuelta, los líderes de Teatro Estudio. La ceremonia, efectuada en la Basilica del Convento de San Francisco de Asís, en La Habana Vieja, retomó una tradición que finalmente instaló ese día entre nosotros como una noticia de valor genuino, y un espacio de diálogo acerca de la historia y la realidad del teatro cubano en la que coincidíamos, los integrantes de ese pequeño e intenso mundo que es el de nuestra escena, alrededor de la figura que se alzaba con el lauro como reconocimiento a su obra de toda la vida.
Pero este año, por segunda vez, no se producirá esa ceremonia. Al menos no el 22 de enero, en el que se reunirán los integrantes del jurado para decidir y proclamar a qué figura va dicho galardón. Y eso lacera, en muchos sentidos, lo que se venía consiguiendo desde 1999. De entonces a acá, como repasa el libro Entretejer una tradición, que compilé junto a Marilyn Garbey y que aún es