LA HABANA, Cuba.- A Carlos Emilio Rodríguez (Centro Habana, 1967) le hicieron un montón de porquerías en la pelota nacional. No era un zurdo de la talla de Changa Mederos, Pablo Miguel Abreu, Omar Ajete, Tati Valdés o Faustino Corrales, pero era un buen lanzador que mereció más oportunidades de las que se le dieron. Lo maltrataron como a tantísimos otros y se fue del país, como otros tantos.
No hace falta una bola de cristal para saber que ahora reside en Estados Unidos, y que en algún momento tuvo que lidiar a sable y pólvora para superar la pena de haber sido ninguneado en la pelota que se tragó su juventud. ‘Carlitín’, como le dicen sus amigos, es un hombre que siempre debió emigrar temprano.
Total, acá no había futuro para él. Cuando no lució bien se agarraron del pretexto de que había estado mal (cosa aceptable), pero cuando brilló argumentaron que no lo requerían (what the fuck?). Estaba condenado sabrá Dios por qué razón, y quienes decidían convinieron en cerrarle puertas y ventanas. Incluso las hendijas.
Con Metropolitanos, la reliquia escarlata, hizo una linda historia saliendo del bullpen, pero los mandamases nunca le permitieron ir más alto. Así y todo insistió (a pesar de una lesión persistente, él insistió), hasta que un día el tanque de la perseverancia se le quedó sin combustible.
Fue entonces que tiró el ancla en Nicaragua, donde jugó por espacio de siete temporadas. Después ofició de entrenador, y la misma función ejerció en El Salvador y Norteamérica, donde actualmente es guardia de seguridad en una escuela secundaria.
En las fotos se ve que ha engordado bastante. Tiene 56 abriles y su voz deja entrever la nostalgia y el dolor por el pasado, aunque luego se hincha de ilusiones cuando habla del hijo que ha seguido sus pasos y apunta a los montículos del mejor béisbol del mundo. Orgulloso, Carlos Emilio lucha por abrirle los caminos que él no pudo desandar.
—Tus estadísticas en Series Nacionales no fueron buenas, pero hay quienes sostienen que tenías talento para dejar mejores números…
—Definitivamente sé que mi calidad daba para eso. No me queda la menor duda. Pero en parte por mi propio desconocimiento y en parte también por el desconocimiento de los entrenadores, apareció una lesión que jodió todo. Ahora bien, yo no culpo a los entrenadores porque en ese entonces si buscabas información del profesionalismo terminabas siendo mal visto. Pero a mí me mataron el brazo… y el estímulo.
Te lo resumo. Yo debuté en Series Nacionales acabado de salir de los juveniles. Antes de ese juego estaba muy nervioso y recuerdo que René Arocha me dijo ‘tranquilo, que no tienes nada que perder y mucho que ganar’. Fue contra un Cienfuegos que tenía a figuras como Antonio Muñoz y Sixto Hernández: les tiré siete innings y gané 10×0. Creo que fue mi mejor trabajo como abridor en el béisbol cubano. Sin embargo, luego de esa actuación en lugar de apoyarme, lo que hicieron fue destruirme.
Unos días más me pusieron a abrir contra Vegueros y solo me dejaron lanzarles a cinco bateadores a pesar de que uno solo, Fernando Hernández, me había hecho un buen contacto. Increíble, eso no existe en el béisbol moderno. Lo que estaban buscando era una justificación para no ponerme a pitchear más. Fíjate que después de eso no volví a trabajar hasta la segunda vuelta, de relevo contra la Isla. Había estado cerca de un mes sin hacer bullpen ni tirar en una práctica y obviamente no tuve control. Al final, en ese campeonato lancé nueve entradas, y siete de ellas fueron en el debut contra Cienfuegos. Así que saca la cuenta si no me mataron.
—Y después… ¿qué pasó después de eso?
—Al siguiente año me dejaron fuera de Metropolitanos porque querían llevar al sobrino de una amistad. Es verdad que no estuve bien en la preselección porque andaba haciendo cosas que no tenía que hacer, pero me podía haber puesto en forma y lanzar ese año en la Serie Nacional.
Entonces me mandaron a la academia de la capital, y al poco tiempo Waldo Velo se me acercó en el Latinoamericano para decirme ‘a partir de la semana que viene vas a entrenar con los Industriales’. Fui para la academia, lo planteé, y Agustín Alonso me contestó que no, que yo era reserva de Metros y no de Industriales. El asunto es que él quería tener un pitcher de calidad que le trabajara todos los miércoles al equipo de la Espa, de donde lo habían botado. Tenía esa bronca personal con esa gente, y al final a mí se me jodió el brazo en la academia.
Por suerte, un amigo me llevó a Ciego de Ávila, donde había un hombre que le había curado el brazo a Germán Mesa y José Modesto Darcourt, y ese hombre me lo recuperó a medias. Había perdido velocidad, pero no tanta, y así pude volver a la Serie en el año 90. Por desgracia, el manager de Metros era el propio Agustín Alonso, y como yo le caía mal (no sé si por racismo o por alguna otra razón) durante dos temporadas me empleó como le dio la gana. De manera que no vine a disfrutar mi desempeño hasta que llegó Eugenio Wilson a la dirección del equipo.
—Ahí llegó tu momento de oro con el récord de salvados…
—Cuba, el JAS, pero no me seleccionaron para la Super Selectiva. Eso me desestimuló cantidad. No estuve bien en el siguiente campeonato, pero la ayuda de muchos compañeros de equipo me recuperó mentalmente, trabajé fuerte el físico y el resultado fue que rompí el récord de juegos salvados con los Metropolitanos. Fueron 13. Imagínate, cuando terminó el año los Metros habían ganado 29 juegos y yo había tenido que ver en 16 de esas victorias. Era increíble, porque nosotros siempre estábamos atrás en la pizarra y en los pocos juegos que pudimos estar delante, los salvé.
Esa vez sí que no pudieron dejarme fuera de la Selectiva, y allí terminé entre los mejores promedios de efectividad y me incluyeron en el Todos Estrellas como relevista. ¿Y quién te dice que todo ese grupo del All Star hizo preselección nacional y el único que se quedó fuera fui yo? Me acuerdo que el ya fallecido periodista Sigfredo Barros le preguntó a Miguel Valdés qué tenía que hacer un relevista para ser llamado al Cuba, y Valdés le dijo que podían excluirme porque los lanzadores del Cuba no necesitaban relevo. Esa fue su justificación.
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