LA HABANA, Cuba.- Yo apenas pude disfrutar las narraciones de Bobby Salamanca —as de ases — porque la muerte se lo llevó temprano. En cambio, me emocioné hasta la lágrima con el “están ganando los Marlins” de Felo Ramírez, admiré la voz grave y vibrante de Héctor Rodríguez, y ahora gozo mil veces al año con Ernesto Jerez, Luis Omar Tapia, Fernando Palomo, Eduardo Biscayart… Durante el Mundial de Qatar, Andrés Cantor me hizo sentir niño nuevamente. Sin embargo, mi paradigma siempre ha sido René Navarro Arbelo.
A él le debo una parte del amor que profeso por el atletismo, y su personalísima manera de contar el baloncesto fue una de las razones por las que, allá por los noventa, me convertí en fanático de la Liga Superior. Nunca lo olvido relatando los pormenores de la Vuelta Ciclística a Cuba, y los oros olímpicos de las voleibolistas se me antojan casi tan suyos como de las Espectaculares Morenas que él mismo bautizó.
Porque Navarro tenía un sello, esa suerte de código de barras que diferencia a los profesionales de excepción de aquellos pobres diablos que transitan con más penas que gloria por el medio. Había un nosequé en su voz, y decía las cosas con un ritmo magnético. Relataba una oscura competencia de pista en el Estadio Panamericano y uno la vivía con la tensión de una final de cien metros en el campeonato del mundo.
Ocurre que este oriundo de Madruga sabía expresar sus emociones, un empeño de apariencia elemental pero salvajemente complicado. Las gritaba con las venas hinchadas, las gozaba, las hacía volar cual papalotes. La gente iba colgada de su voz en los remates, los pedalazos, las carreras, los tiros a canasta, aceptándola como banda sonora permanente de muchos de sus amoríos deportivos.
Una vez, hace años, nos invitaron a ambos a un espacio televisivo de debate, y fue la única ocasión en que coincidí públicamente con este pura sangre del relato deportivo. Ahora, para mi placer y el de usted, vuelvo a tener delante al mejor All Around de la narración nacional.
—¿Qué deporte le daba más gusto narrar: ciclismo, voleibol, baloncesto o atletismo?
—El baloncesto fue la semilla, fue lo que me encaminó dentro del movimiento deportivo cubano. Yo era árbitro, anotador, cronometrista, incluso estuve en 1963 en los primeros Juegos Escolares Nacionales como entrenador del equipo Industriales femenino de menores de 16 años. Desde que era estudiante de la secundaria relataba lo que hacían mis compañeros dentro de la cancha, y en mi pueblo me pusieron El Narra. Es decir, al baloncesto le debo agradecer el camino que tomé posteriormente.
En cuanto al ciclismo, fue importantísimo. Yo montaba bicicleta, hacía unos paseos desde Madruga hasta Varadero y desde Madruga hasta Unión de Reyes, y el hecho de que mi vecino Sergio “Pipián” Martínez se convirtiera en el rey de las carreteras de Cuba me enamoró aún más del ciclismo de ruta. Hasta participé en 1972 en la segunda Vuelta a La Habana en una bicicleta tres octavos. Y mira, yo asistí a 27 Vueltas Ciclísticas a Cuba y desde que fui por primera vez me convertí en el animador del audio local en cada una de las provincias.
Lo del atletismo y el voleibol sí fue coyuntural. Cuando estuve en los Juegos Centroamericanos en Panamá en 1970 éramos cuatro narradores, pero uno de ellos (Otto López) enfermó y entonces Eddy Martin y Bobby Salamanca se quedaron haciendo béisbol y boxeo y yo me ocupé de las demás actividades. Fueron más de ocho deportes los que hice en vivo por Radio Rebelde. Así nació el vínculo con esas disciplinas. Entonces, resumiendo, el baloncesto me introdujo en este mundo, al ciclismo lo adoraba, y el voleibol y el atletismo llegaron un poco después”.
—Usted narró béisbol por un breve período de tiempo. ¿Cree que ahí también podía haber llegado a ser de los mejores?
—En el béisbol lo mejor que hice fue ser anotador, porque a los trece años yo estaba en la cabina de la Unión Atlética Amateur como auxiliar del anotador en los juegos que se celebraban en Madruga. Como narrador hice tres Series Nacionales: la primera en Matanzas junto a René Calama; la segunda con Roberto Pacheco en Pinar del Río; y la tercera vez con Miguel Ángel Iglesias en Matanzas otra vez. Pero no era mi camino. Al final me incliné por otras disciplinas porque consideré que quienes incursionaban en el béisbol dominaban mejor que yo ese deporte y tenían más aceptación entre el público. Y te confieso que cuando me desligué del béisbol lo extrañé, porque desde pequeño fui fan al equipo Habana en la liga invernal y a los Cuban Sugar Kings en la Triple A, además de seguir al dedillo los campeonatos de la Unión Atlética Amateur.
—¿Cuándo vivió mejor momento el baloncesto cubano, en los setenta (la década del bronce olímpico) o en los noventa, en plena efervescencia de la LSB?
—Los triunfos del baloncesto cubano en los setentas fueron muy aplaudidos por toda la afición: aquella medalla olímpica de bronce en Munich 1972, el segundo lugar un año después en el Festival Mundial de Perú y el cuarto puesto en el Mundo Basquet de Puerto Rico 1974, contribuyeron a popularizar este deporte al que yo llamé ‘el más dinámico y creativo de los deportes de equipo’. Pero pienso que el gran momento del baloncesto cubano vino después. La Liga Superior repletó las instalaciones deportivas. Aquí en La Habana era una verdadera locura, y en la Sala Amistad de Santa Clara, y en la Cardín de Ciego de Ávila… Aquello fue un acontecimiento inolvidable.
—¿Debió ser Mireya Luis la mejor voleibolista del siglo XX, o estuvo bien elegida Regla Torres?
—Con eso hubo muchas discrepancias. A la gente le gustaba más Mireya Luis, a quien considero la mejor atacadora de todos los tiempos. En el caso de Reglita, la acompañaba su belleza, su figura, su estatura, su indiscutible calidad como central, y el hecho de haber jugado íntegramente en las tres Olimpiadas ganadas. Al darse