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Reinaldo García Ramos: “Tenemos el deber de contar cómo nos hicieron sufrir en Cuba”

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MIAMI, Estados Unidos. – Conocí a Reinaldo García Ramos a finales de la década de 1990 en Miami. Ambos teníamos muchos amigos escritores en común, fundamentalmente poetas, y participábamos con frecuencia en diversos encuentros literarios. En 2007, lo invité a participar junto a otros 33 autores en el libro de homenaje a José Lezama Lima Aldabonazo en Trocadero 162, publicado en Valencia y presentado en la Feria del Libro de Miami con todos los autores radicados en la ciudad que estuvieron presentes en esta antología, un 9 de noviembre de 2008. 

Asimismo, reseñé en alguna ocasión para El Nuevo Herald alguno de sus libros, como el poemario El ánimo animal en 2009 y Cuerpos al borde de una isla, en septiembre del año siguiente. Ese último es un relato novelado acerca de su propia experiencia como emigrante a través del puerto del Mariel. En otra ocasión, leímos nuestros poemas junto a poetas como Georges Riverón, Heriberto Hernández, Germán Guerra, Carlos Pintado, Elena Montes de Oca y Ena Columbié en las noches de poesía que organizaba con mucho esfuerzo el también poeta Manny López en Zu Galería, en plena Calle Ocho de Miami. Nuestra lectura tuvo lugar una tarde del 13 de junio de 2009. 

Si mi memoria es buena ―y suele serlo― colaboré con la revista Decir del agua, que Reinaldo García Ramos comenzó a publicar de manera digital a principios del presente siglo. Siempre afable, lo visité muchas veces cuando vivía a una cuadra de la playa, en Miami Beach, como lo acabo de visitar ahora para entrevistarlo, en Normandy Isle, también en esta playa, el sitio en que vive ahora con el pintor Sergio Chávez Bonora

De cierta manera, antes de este reencuentro, habíamos perdido el vínculo directo. Aunque no nos perdimos de vista gracias a entusiastas amigos como el escritor Juan Cueto, quien nos informaba, de parte y parte, de las actividades de cada uno, incluyendo los comentarios de Reinaldo sobre el contenido de muchas de las entrevistas de esta serie para CubaNet.

―Como a todos los entrevistados, que Juan Cueto y yo empezamos a llamar jocosamente “las nuevas víctimas”, vamos a empezar recordando tu nacimiento, orígenes familiares y primeros pasos por la vida.

―Nací en Cienfuegos en 1944, pero mi familia se mudó a La Habana cuando yo tenía tres años. Y lo hizo para una casa, sita en la calle Maloja No. 14, en Centro Habana, cerca de la casa en que vivía ya una de mis tías, y allí viví el resto de mi vida en Cuba por más de tres décadas. Mi padre, Pedro García García, era cienfueguero y manejaba rastras de carga por todo el país. Era hijo de un gallego peón de Obras Públicas y de una madrileña que murió joven. Mi madre, Amelia Ramos Morado, también cienfueguera, era ama de casa e hija de un canario con una cubana, originaria del poblado de Santa Isabel de las Lajas. Cuando nos mudamos, toda la familia se quedó en Cienfuegos, y como yo era muy enfermizo, los médicos aconsejaron a mi madre que durante las vacaciones de verano me mandara al campo, a casa de mi abuelo materno, que vivía en el poblado cienfueguero de Caonao.

¿Dónde cursas tus primeros años de escolaridad y qué recuerdos tienes de este periodo?

―Cursé la primaria en el colegio privado Dalton, dirigido por Jaime Gravalosa, quien era miembro del Partido Comunista Cubano. De vez en cuando, el director desaparecía porque venían los agentes del BRAC (Buró de Represión de Actividades Comunistas) a investigar sus actividades. En esa escuela y, justo con este director, experimenté por primera vez en mi vida la censura comunista. Te lo contaré, por lo que de anecdótico e interesante tiene.

Resultó que cuando estaba en sexto grado, él nos pidió que redactáramos una composición sobre el país que más admirábamos. Coincidió con que una tía mía había estado recientemente de visita en Miami y había regresado contando maravillas de Estados Unidos y de aquel viaje en ferry desde La Habana. Ingenuamente, con mis 12 años de edad de entonces, retomé sus palabras y redacté mi composición contando lo que mi tía había descrito al regresar de su viaje y poniéndolo como razones por las que ese país me gustaba. Cuando Gravalosa leyó mi composición tachó con tinta todos los párrafos, línea por línea. Todavía me parece que estoy viendo mis cuartillas llenas de tachaduras, por la simple razón de que él no compartía los puntos de vista que yo había expuesto. 

Desde ese momento, sin que el país lo sufriera todavía, empecé a detestar el comunismo. Fue una cura violenta contra cualquier ilusión de ese tipo. Date cuenta de que yo provenía de un medio modesto, vivíamos sin lujos en un barrio popular, pero en mi casa no faltaba la comida ni ningún artículo de primera necesidad. En mi misma cuadra había una bodega, una posada, una casa de huéspedes y, en la esquina, una heladería de chinos que elaboraba los helados más deliciosos que puedas imaginar.

―¿En qué punto te encontrabas aquel 1° de enero de 1959 cuando triunfa la Revolución?

―Ya yo estaba cursando el tercer año de bachillerato en el Instituto de La Habana, en Zulueta y San José, cuando triunfa la insurrección contra el Gobierno. Recuerdo aquella madrugada de comienzo de año, porque un señor de Manzanillo que vivía al fondo de nuestro edificio nos tocó a la puerta a las 6:00 de la mañana para decirle a mi padre que Batista se había largado. Por supuesto, hubo mucha algarabía y confusión, lo que todos sabemos, pero yo, como hijo único, era muy protegido, de modo que no me dejaron ni asomar las narices por la puerta. En medio de aquel zafarrancho, el Instituto cerró hasta septiembre y nos quedamos en un limbo escolar varios meses.

Puedo decir que cualquiera de los docentes del Instituto le daba tres vueltas a los de hoy. Eran brillantísimos. En cuanto reabrió nos dimos cuenta de que la calidad de la enseñanza empezó a mermar. Como todos los jóvenes de entonces tuve que ir a cortar caña y hacer el paripé de que uno estaba a favor de lo que sucedía. En 1961, terminé mi bachillerato en Ciencias y Letras.

―¿Qué sucedió después?

―Pude publicar lo que fue mi único libro en Cuba, en 1962, gracias a las ediciones independientes El Puente, fundadas por José Mario Rodríguez e Isel Rivero, a las que se incorporó inmediatamente Ana María Simo, pues Isel ya había salido de la Isla. Se trataba de un poemario titulado Acta. Ese mismo año preparé con Ana María la antología Novísima Poesía Cubana para esta misma editorial. A José Mario lo había conocido gracias a Nancy Morejón, en una época en que ambos estudiábamos en una escuela de lenguas en el Capitolio. Colaboré bastante con José Mario hasta 1964, cuando decidí retomar mis estudios universitarios y concentrarme en ellos. Como todos sabemos, El Puente fue censurado y cerrado por presiones del Gobierno en 1965.

Reinaldo García Ramos con Ana María Simo, a fines de 1967
Reinaldo García Ramos con Ana María Simo, a fines de 1967 (Foto: Cortesía)

En ese mismo momento, 1962, ingresé en la Facultad de Letras de la Universidad de La Habana donde estudié Lengua y Literatura Francesas. Fueron cinco años de carrera y me gradué en 1967. Tuve, no puedo negarlo, a excelentes profesores que ya lo eran desde la época republicana, como Camila Henríquez Ureña o Mirta Aguirre, quien era una comunista de la vieja guardia, pero también una académica brillante. Cuando empezaron las depuraciones en la Universidad, o sea, aquel periodo en que expulsaban a los estudiantes por no cumplir con los requisitos de revolucionario, yo ya estaba en el último año de la carrera. 

Debo decir que siempre me mantuve de perfil bajo. Era muy precavido porque sabía que mi madre dependía de mí y parte de mi discreción se debía a esto. 

―¿Empezaste a trabajar en el ámbito de la cultura inmediatamente?

―Sí. Al principio estuve seis meses trabajando en la Casa de las Américas a fines de 1968, en el llamado Centro de Investigaciones Literarias que dirigía Mario Benedetti, convicto comunista uruguayo, a quien le caí muy mal desde el principio, aunque mi papel era de poca importancia. Pero yo durante ese tiempo fui empleado del Ministerio de Educación. Y ese ministerio, a fines de 1968, me propuso irme a Trinidad para incorporarme a un equipo de lo que entonces llamaban “servicio social”. Como no quería seguir trabajando en la Casa, acepté la propuesta. Sabía que lo que aceptaba era una pérdida de tiempo, haciendo el papel de “animador” cultural. Me alojaron en la Casa de la Cultura, donde habilitaron una habitación con literas para los del equipo y para otros recién graduados de estudios “artísticos”. Pasé un año en eso, con otros dos amigos que habían estudiado en la Escuela de Letras Literatura Inglesa y Norteamericana, y un graduado de las escuelas de arte. Se suponía que realizábamos “actividades culturales” (charlas literarias, círculos de lectura, etc.) para el escaso público que asistía, pero en realidad yo me pasaba los días en la biblioteca, leyendo o escribiendo.

Era la época de la llamada “Zafra de los Diez Millones”, y en el país la censura ya causaba grandes estragos. Mi amigo Delfín Prats, que actualmente ha llegado a ser, para mí y para muchos, el poeta vivo más importante de Cuba, pasó en limpio su poemario Lenguaje de mudos en mi máquina de escribir, para enviarlo al concurso David, convocado por la Unión de Escritores y Artistas (UNEAC). Él trabajaba en esa época en la Academia de Ciencias, creo que como traductor de ruso. El poemario resultó ganador en ese concurso, y se llegó a editar, pero la obra fue criticada por el Gobierno y los ejemplares que habían llegado a las librerías se recogieron y fueron convertidos en pulpa.

Cuando regresé de Trinidad empecé a trabajar en el Consejo Provincial de Cultura, en la misma bobería que había hecho en la mencionada villa, pero por esos azares determinantes de la vida, un día en que iba bajando las escaleras de la Institución me encontré a Ana Victoria Fong, a quien conocía, pues había estudiado también en Letras, en ese momento dirigía la Editorial Arte y Literatura del Instituto del Libro. Al reconocerme y yo decirle lo que hacía en el Consejo, me propuso inmediatamente que me fuera a trabajar con ella en Arte y Literatura. Allí permanecí ocho años, hasta mi salida de Cuba.

―¿Nunca tuviste problemas?

―En realidad, tuve mucha suerte porque mi trabajo era, en medio de lo que sucedía en el país, como una burbuja. Me dedicaba exclusivamente a editar libros de la literatura universal. Si lo comparamos con el espanto que se vivía entonces en el país puedo decir que mi trabajo era bastante agradable, pues veía que los libros revisados por mí salían publicados y se vendían y tenían lectores. Eso fue durante esos años una gran satisfacción.

Por supuesto, recuerdo que durante todo el tiempo que estudié en la Universidad tenía que presentarme cada año en el Comité Militar con una carta del decanato que probara que yo estaba estudiando pues, de lo contrario, tendría que pasar el Servicio Militar. Cuando terminé la carrera me citaron de nuevo, para amenazarme con el reclutamiento, lo cual interpreté como un modo de presionarme para serles útil, e incluso para inducirme a que colaborara con ellos como informante de la Seguridad. Era una forma de hacerme ver que eran ellos los que tenían el poder.

―¿Cómo logras salir del país?

―Cuando come

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