Hace poco menos de 20 años, yo regresaba una madrugada a mi casa en Lawton. Todo mi capital consistía en 20 pesos, que se convirtieron en 10 al pagarle al chofer cuando me dejó en Dolores y Diez de Octubre. Estaba muerto de hambre, pero bajé la loma a paso ligero entusiasmado por la idea de una pizza (con los 10 pesos que me quedaban) en uno de los poquísimos lugares que trabajaban a esa hora.
Apuré el paso, me planté frente a un estrecho mostrador de cemento pulido y pedí: ¡Una pizza! El dependiente-custodio era un señor muy mayor que se encontraba sentado en una silla de cabillas, y parsimoniosamente a chancleta quitada, con la calma del que tiene toda la noche para él, deslizaba con fruición el dedo índice de la mano derecha entre el pulgar y su compañero del pie izquierdo.
Nos miramos en silencio como por tres segundos. Deja, deja, no me des na, dije yo. Él, con expresión culpable, como de perro cocker spaniel que ha masticado una chancleta, trató de convencerme, quien sabe si apelando a la Biblia: Yo me lavo las manos. Qué va, puro, dije yo, ni aunque te las laves con ácido. Tengo entendido que esa cafetería ha ido cambiando de nombres a lo largo de los años. Para mí, siempre será Los Violines.
Yo no soy el tipo de persona a quien le encante comer en la calle, sobre todo en este tipo de establecimientos, pero soy incapaz de no percibir la naturaleza de las aguas donde nadamos. Tenemos un desfase temporal de varias décadas en muchísimas cosas, pero el caso de esa gastronomía chiquitica es bien notable. La ofensiva revolucionaria taló a lo grand