Es posición común de nuestros cientistas sociales, principalmente quienes lo vivenciaron, el reconocimiento de la Revolución Cubana como un proceso que alcanza y estremece absolutamente todas las esferas de la vida social nacional, lo cual ratifica la definición de los cambios operados bajo la categoría de una auténtica revolución social.
En efecto, las transformaciones alcanzaron la esfera de la cultura artística y dentro de ella la creación y producción teatral, y también su distribución y consumo para impactar en lo esencial: su proyección social.
En un desarrollo lógico, los primeros y definitorios cambios fueron estructurales: el 12 de junio de 1959 la Ley 379 finiquitó el Instituto de Teatro, creado en 1955, que no había realizado labor alguna hasta la fecha, y trasladó esta responsabilidad al Ministerio de Educación. Dentro de esta institución situó al Teatro Nacional Gertrudis Gómez de Avellaneda, la entidad que hoy conocemos como Teatro Nacional de Cuba.
El Artículo Tercero de la Ley 379 lo precisó de este modo: «El Ministerio de Educación dedicará los salones y locales del Teatro Nacional Gertrudis Gómez de Avellaneda, de manera preferente, para llevar a cabo la labor de fomento y desarrollo que el Estado Cubano debe realizar en lo referente a teatro, música, ballet, ópera y actividades artísticas en general».
En orden cronológico esta sería la cuarta institución cultural fundada por la Revolución tras la Biblioteca Nacional, el Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográfica (ICAIC) y la Casa de las Américas.
El nombramiento de su director sería potestad del ministro de Educación. La decisión recayó sobre Isabel Monal, secretaria de Cultura del Movimiento 26 de Julio y trabajadora del municipio de La Habana.
La construcción de dicha instalación había comenzado en 1952. Con ocho millones invertidos supuestamente hasta la fecha; allí solo podían verse en su exterior los muros de hormigón —estaba ausente la cristalería— mientras, en su interior se habían definido apenas unos pocos lugares, entre ellos el espacio para dos salas teatrales, aunque sin lunetario, escenario, climatización ni tecnología teatral. Tan solo muros, sin pintar, y pisos.
No obstante, con el mismo espíritu que hemos conocido algunas de las generaciones posteriores, ellos, los de entonces, desarrollaron un increíble sentido corporativo y de pertenencia por aquella institución que únicamente se hallaba completa en sueños; echaron adelante lo que hoy podríamos llamar un «ensayo» de la sala más pequeña, que bautizaron como Covarrubias. Lo hicieron con unas sillas de tijera en lugar de las filas de lunetas, sin los necesarios ajustes para garantizar su acústica, ni tramoya, ni tecnología propia alguna. En un espacio sordo, a merced de la humedad, con el hormigón «a flor de pared» se realizaron las primeras presentaciones.
Teatro Nacional de Cuba
Lamentablemente no fue posible imponerse a la realidad; las salas del Teatro quedarían reducidas a servir de almacenes de insumos y dispositivos teatrales por muchos años hasta que en 1979 fue factible terminar la obra y disponer de ambos espacios: la salas Covarrubias y Avellaneda que, desde entonces, disfrutamos.
Sin embargo, lo que importa para estas páginas es su indiscutible naturaleza de institución fundadora: organizada en varios departamentos y proyectos y con la colaboración de cuatro asesores. Desde ella se atendió el desarrollo, no solo de las artes dramáticas —a través del Departamento de Artes Dramáticas y de la asesoría del dramaturgo Fermín Borges—, sino también de la música, la etnología y el folclor, con una temprana visión integradora. A la par, se creaba el Conjunto de Danza Moderna, a iniciativa de Ramiro Guerra, el Seminario de Estudios del Folklore, el Seminario de Dramaturgia, la Orquesta y el Coro del Teatro Nacional.
Con respecto a las artes de la escena se dio un paso esencial con la creación de los llamados Talleres del Teatro Nacional, que significaron la garantía de la zona material de los espectáculos, el sitio donde se gestaba su producción, y que implicó, además, la formación y la especialización de un conjunto de personas en diversos rubros bajo la guía de maestros y técnicos del diseño, como fue el caso de la prestigiosa diseñadora María Elena Molinet; algo totalmente inédito para la Isla en su alcance y magnitud, de tan poderosa repercusión que irradió su efecto hasta los años ochenta.
Para hacer efectiva la incorporación al arte de los más amplios sectores de la población se auspició la formación de grupos de aficionados en las diversas especialidades y esto sucedió antes, incluso, de quedar estructurado el Departamento de Extensión Teatral; se creó la Brigada Teatral Revolucionaria para ofrecer funciones en las zonas rurales, en los centros de trabajo, la cual dio paso, en 1962, a las Brigadas de Teatro Francisco Covarrubias, que recorrieron la Isla, y fueron precedente de experiencias escénicas como las del Teatro Escambray y el resto de los grupos cubanos del llamado «teatro nuevo» de los años setenta, que buscaba un nuevo público para la manifestación artística con el propósito mayor de lograr una raigal inserción en las transformaciones sociales y humanas.
Obra de teatro La vitrina, de Albio Paz / Foto: La Jiribilla
Así, apenas a finales del año 60 la crítica teatral dejaba este balance: «La Revolución Cubana ha llevado nuestro teatro hacia una legítima Revolución teatral que ha transformado íntegramente nuestro panorama, hasta convertir el teatro en un integrante más de la vida nacional y no en un área de minoría».[1]
Y destacaba el crítico la descentralización del teatro en lo que él llamaba «un doble movimiento»: representaciones escénicas hacia el interior de la República y desde su interior. Ya se estimulaba la organización de nuevos conjuntos teatrales, no solo en la capital, sino también en las otras provincias del país, asimismo surgen los primeros conjuntos dramáticos en las capitales de provincia.
En lo antes apuntado colaborará el Consejo Nacional de Cultura, crea