La ciudad es el producto cultural más complejo producido por el hombre, el más perdurable y el que mejor refleja en la historia las circunstancias por las que una sociedad determinada ha transcurrido. Nunca un bien cultural estuvo cargado de tantos significantes políticos, socioeconómicos y medioambientales. Nunca una obra de arte expresó más claramente ser el resultado tanto de una construcción colectiva, como también y al mismo tiempo, ser la sumatoria de expresiones individuales.
La ciudad se expresa en lo físico, pero también porta valores intangibles proporcionados por quienes la viven; ella es un organismo dinámico que se presenta tal cual objetivamente y como la imaginamos; quizás también como la proyectamos al futuro, porque toda ciudad carga en si la historia de su desarrollo y los potenciales de su devenir. La ciudad, para ser, ha de estar habitada: no hay ciudad si no hay ciudadanos. Ella es el testigo que pone al descubierto los aciertos o desaciertos de gobernantes y gobernados; ella juzga en el tiempo las decisiones tomadas y nos devuelve su imagen como espejo para que reflexionemos sobre las políticas aplicadas.
No comprender esta dimensión cultural de la ciudad, que implica una mirada desde el complejo mundo de la transdisciplina y añadir subjetividad por encima de lo meramente funcional, ha conducido a la producción de lugares enajenantes, fértiles territorios de conflictividad social, que avivan inequidades ya existentes.
Con la revolución industrial, las ciudades comienzan su larga historia de segregación: surgen los barrios obreros “seriados”, cercanos a las zonas industriales, paralelamente a los ensanches, asiento de la nueva clase burguesa, que traslada las características formales más cualificadas del sitio fundacional, aunque implantando los nuevos edificios en una traza más racional y holgada. Continúa así el crecimiento de la ciudad, acentuado más adelante por el crecimiento demográfico, y las migraciones provocadas por las asimetrías entre las condiciones de vida entre el campo y la ciudad, los eventos naturales que causan desastres o los conflictos armados.
De alguna manera, este proceso de crecimiento ha sido acompañado por los postulados del Movimiento Moderno, que desde principios del siglo XX planteó la zonificación funcional de la ciudad, segregando las actividades básicas de habitar, trabajar, recrearse y circular. Y más que por estos postulados, por una distorsión fundamental del discurso moderno, que causó un crecimiento desmedido de las ciudades, bajo esquemas clasistas y de mercado.
Para los más pudientes se crearon nuevos guetos cerrados donde habitar entre iguales en periferias privilegiadas y ‘seguras’, con policía privada, alejándose de las zonas céntricas en una medida directamente proporcional a la opulencia que ostentan. Los espacios públicos quedaron allí como lugares residuales de interconexión vehicular con los sitios de las actividades escolares, lúdicas, comerciales, de esparcimiento, etc. resueltas en grandes superficies comerciales, out lets, o clubes privados. Los nuevos parques temáticos lúdico-comerciales excluyentes crean caricaturas de ‘centro urbano’ para clases medias consumistas. Una manifestación más de ‘agarofobia urbana’. (Borja, 2005: 211). Aparecieron también los distritos administrativos, financieros y comerciales, muy vitales durante el día, pero ‘muertos’ en la noche, al igual que los campus universitarios alejados de la ciudad.
Formando parte del esquema segregado de la ciudad contemporánea y clasista, se desarrollaron ciudades-dormitorio, pobre intento de resolver los problemas habitacionales de la clase media baja y popular.
Tambié