Cuba es un archipiélago picado en pedacitos y cargado en mochilas y jolongos. Cada persona que deja la isla de Cuba, la Isla de la Juventud o alguno de los cayos adyacentes se lleva un fragmento de ella de recuerdo o la convicción de que va a hacer todo por olvidarla para poder vivir.
Cuba ya no tiene forma de cocodrilo. El cocodrilo con cabeza de rombo ahora mira al norte, a veces al este, otras al sur, pero nunca se contenta con su humedal, sus lagunas y su mangle.
Los cubanos se llevan Cuba a todas partes. Quieren fundar una isla de son, baile de casino, dominó, broncas sobre béisbol y política, yuca con mojo, tostones y masas de puerco fritas, en donde quiera que llegan.
Pero Cuba es también gente adolorida, sin fuerzas, con demasiadas pérdidas, con muchas cosas dejadas atrás, con pobreza cargada sobre los hombros, con numerosas injusticias soportadas, con gran nostalgia de lo que pudo ser y no fue, y por lo que se creyó que sería y fue traicionado.
Los cubanos y cubanas no emigran solo con su alegría. Esa que el estereotipo de cubanía nos impone, con su imaginación; la que la gente cree que tenemos de más, con su sandunga y su sexapil. Viajamos también o, sobre todo, con nuestras carencias, nuestro desconocimiento del mundo, nuestros aprendizajes sobre el totalitarismo, nuestra comprensión socialista del universo, nuestra cultura española, africana, criolla, norteamericana, soviética y de gente pasadora de trabajo.
Los que salimos de Cuba lo hacemos con mucha hambre. Tenemos ganas de comer queso crema, más de una posta de pollo en el almuerzo, un pedacito de carne de res sin pellejo, un pan con olor y sabor a pan, un arroz desgranado y sobre todo tenemos ganas de comer entre almuerzo y cena, solo por saber que podemos, para entrenar el estómago para la próxima comida caliente.
También tenemos otras hambres menos evidentes. Cargamos con la necesidad de que los trámites funcionen, de que la administración nos trate bien, de que el transporte público nos traslade adonde