Al asistir a las salas de cine, es común que reflexionemos sobre el filme recién visto; pero casi nunca nos detenemos a pensar en las tantas historias de la obra cinematográfica, que coexisten y permanecen ocultas más allá de lo que apreciamos en la pantalla.
Antes de que una película inicie su carrera —exitosa o no— en los circuitos de distribución y exhibición, en festivales y muestras nacionales e internacionales, debe recorrer un largo camino, comenzado en el instante justo que el artista concibe la idea, el argumento.
Con posterioridad, se integran guionistas y otros artistas y técnicos, quienes, junto al director, hacen posible el nacimiento de la obra de arte, incluidos los encargados de los procesos de laboratorio mediante los cuales se fijan las imágenes y el sonido en el soporte físico o virtual deseado.
Hasta entonces, el filme ha debido transitar por tres largas y complejas etapas: pre-filmación, rodaje o filmación, y post-filmación. Posteriormente, se lanza a la carrera comercial, donde es aplaudido o no por espectadores, críticos, especialistas y cineastas.
Poco después, es que comienza una etapa que muy pocos nombran y muchos olvidan, que incluso ignoran, y que no tiene fin: la conservación y restauración.
La supervivencia necesaria de una película
El depósito silencioso, la complicidad del paso del tiempo y la subjetividad de quienes manipulan la película en las bóvedas de los archivos cinematográficos, son los que garantizan la inmortalidad del cine y propician que los filmes adquieran nuevas lecturas, otras interpretaciones y, más allá de sus valores estéticos, se conviertan en joyas de la memoria histórica y cultural de la humanidad.
Avanza el siglo XXI y aunque la tecnología digital en el audiovisual es un hecho irreversible y evolutivo de la humanidad, aún nos encontramos en una fase de coexistencia entre las obras realizadas en formato físico (nitrato o acetato de celulosa, entre otros soportes) y las obras producidas y distribuidas por medio de soportes electrónicos e informáticos.
A propósito de la noticia que ya es viral, aplaudimos la restauración del filme Cantata de Chile, de Humberto Solás. Esta obra de 1976 es excepcional, si la comparamos con las tendencias del cine de “denuncia” o “revolucionario”, imperante dentro del movimiento del Nuevo Cine Latinoamericano durante la década de los setenta.
Este filme fue más allá de lo didáctico o “políticamente correcto” y devino también expresión de subjetividades y sentimientos que permiten comprender el conflicto político y humano sin esquematismos, con un lirismo extraordinario. Según una reseña de Letterboxd, “películas como esta deberían ser vistas por más gente: cualquiera que sea su opinión sobre ella, es una pieza importante del Tercer Cine.”
Queda mucho por hacer
Debemos dar continuidad inmediata al desarrollo de proyectos patrimoniales para la con