En noviembre de 1996, cuando se efectuó la primera edición del Yorick, evento de teatro de pequeño formato creado por el equipo de especialistas que en ese momento trabajaba en la dirección nacional de la Asociación Hermanos Saíz, uno de los principales objetivos de la convocatoria consistía en dar mayor respaldo a varias de las agrupaciones elegidas para su cartelera. Durante una semana particularmente lluviosa, se presentaron en la capital grupos guiados por artistas menores de 35 años, que entre sus problemas comunes tenían la falta de sede, salarios asegurados, o el reconocimiento que a pesar de sus talentos no eran aún vistos con agrado por funcionarios o entidades de la cultura oficial, en aquel entonces.
A partir del diálogo que se defendió en aquel instante entre la AHS y el Consejo Nacional de las Artes Escénicas, presidido ya en una segunda fase por Lecsy Tejeda, colectivos como Teatro de las Estaciones, Pálpito, Teatro en las Nubes, Teatro del Espacio Interior, La Estrella Azul o el Estudio Teatral de Santa Clara expusieron mediante sus montajes o en el evento teórico presidido por la doctora Graziella Pogolotti, sus anhelos, demandas y necesidades más urgentes, tanto en términos estéticos como en cuestiones de producción y garantías esenciales.
Los directores que he entrevistado para este tercer y último repaso de una nueva oleada de voces acerca de otras fórmulas de creación para un teatro no siempre aferrado o protegido desde los canales institucionales son, en cierta medida, también fruto de aquel diálogo, dentro de una línea intermitente que corrobora cómo lo que se avizoró en aquel evento de 1996 asentó probabilidades distintas para el trabajo conjunto, desde esas instituciones, u otras que en ese instante no formaban aún parte de dicha conversación.
El Yorick, que mantuvo otras ediciones (en 1998, dedicado al centenario de Brecht, en el 2000 dedicado a un aniversario del Teatro Buendía…) desapareció por ley de vida, cuando también cambiaron las directivas de la AHS, y algunos de esos reclamos fueron respondidos. Se sabe que el panorama teatral cubano es muy inestable, como la vida misma del país. Ese mismo núcleo de especialistas, del cual fui parte junto a la teatróloga Marilyn Garbey, estableció un sistema de becas, premios, que aún pervive y que ha beneficiado a algunos de los nombres a los que acudí para este primer abordaje a un tema mucho más complejo.
El Portazo: «empujar los bordes»
En el 2011, y en la ciudad de Matanzas, Pedro Franco lanza, justo desde la plataforma de la Asociación Hermanos Saíz, su primer espectáculo, con un núcleo que luego bautizaría como El Portazo.
Con Por gusto, de Abel González Melo, y Antígona, de Yerandi Fleites, el grupo dio arrancada a su existencia, sacando partido de lo precario y apostando por las nuevas dramaturgias. Franco, que se había graduado de la Escuela Nacional de Arte y había transitado por una carrera actoral, termina decantándose por la dirección, activando desde su labor una serie de preguntas acerca de la posibilidad de movilizar otras fórmulas de producción.
Siguiendo el refrán que afirma que nadie es profeta en su tierra, el teatrista aprovechó los canales de la AHS para llevar sus puestas a otras ciudades, como Camagüey y Santiago de Cuba, creando alianzas desde las cuales comenzó a ganar visibilidad su proyecto, y regresó con esos ecos a su ciudad.
Bajo la influencia de Antigonón, un contingente épico, puesta de Carlos Díaz sobre texto de Rogelio Orizondo, Franco decide introducir un elemento de ruptura en sus montajes, a manera de intermedios, donde el grupo hablaba directamente al público acerca de sus necesidades, las que no estaban siendo respondidas en ese momento por el Consejo Provincial de las Artes Escénicas matancero. «Empezamos a hablar desde el escenario, empezamos a tirar puyitas, y esas puyitas pasaban no solo por lo temático, por lo que se decía en escena, sino por lo que se hacía en escena, por aclarar y demostrar cuál era nuestra intención», afirma.
CCPC, Teatro El Portazo / Foto: Racso Morejón
El director de El Portazo, ahora mismo radicado entre México y Cuba, ofrece detalles sobre ese recurso: «Había cierto cinismo, mucha ironía, el público era muy cómplice, y dentro de ese público estaba la crítica, y personas del medio teatral que eran como mensajeros de la institución, que obedecía por supuesto al CNAE y este a una política ya a nivel de país y Ministerio de Cultura. Les decíamos que queríamos hacer teatro, que no teníamos recursos y que si nos compraban un café, eso ayudaba a nuestra economía y a nuestra pretensión».
En realidad era un ademán de provocación, más que un reclamo de apoyo monetario, pues ya el grupo contaba con financiamiento y algunas becas de la AHS. Pero el colectivo había crecido a catorce integrantes y la economía seguía apretada. La ficción se transformó en una zona de intercambios con los espectadores que desde el juego teatral incluía ese tipo de señales, y eso devino parte de la poética naciente de El Portazo, que tendría como uno de sus lemas el hacer de «la luchita» [concepto tan cubano] un arte».
El haber sido vicepresidente de la AHS provincial también aportó a Pedro Franco una experiencia de orden organizativa y de producción que le ayudó a ver el fenómeno cultural desde otras perspectivas. Cuando en 2015 se estrena CCPC (Cuban Coffee by Portazo´s Cooperative), el espectáculo es ya un resultado sólido en esa dirección, que no solo rescataba los dispositivos del teatro bufo, el cabaret político y la comedia nacional, la revisión histórica de nuestros conflictos y modos de des/dramatizarlos a través del prisma del diálogo con la administración Obama, sino que además expone a modo de rejuego crítico esas relaciones con la institución y la cultura oficial en términos de desafío y demanda en pos de mayores flexibilidades.
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