MIAMI, Estados Unidos. – Quien primero me habló de Eugenia Farin Levy, académica cubana e israelí, establecida en Ra’anana (Israel), a 14 km al norte de Tel-Aviv, fue Yovana Martínez, su editora en Miami que, enterada de mi afición por las genealogías y la antropología del Oriente cubano supuso que podrían interesarme las investigaciones sociológicas e históricas sobre la presencia de los judíos en la antigua provincia de la Isla.
La entrevisté vía telefónica, yo desde Miami, ella en Ra’anana, en un momento en que, como todos sabemos, se vive mucha tensión por el nuevo conflicto que aqueja a la Tierra Santa. Para Eugenia, se ha vuelto cotidiano bajar varias veces al día al refugio. Mientras hablábamos yo oía las detonaciones de los tiros lanzados desde Gaza e interceptados en su mayoría antes de tocar tierra.
La polarización es extrema, pero antes que hablar del presente, la autora de cinco volúmenes sobre la presencia hebrea en el Oriente cubano y la Isla tiene mucho que decir sobre la historia familiar y la de su pueblo, una manera de rescatar la memoria que estuvo a punto de desaparecer: la de una comunidad que encontró en la tierra cubana un sitio de acogida que le abrió las puertas y le permitió prosperar hasta que el cataclismo político, social y económico de 1959 los condenó, como a muchos, una vez más al éxodo y, a los pocos que no pudieron partir, al silencio.
―Como he hecho con todos mis entrevistados me gustaría situar tus orígenes familiares y saber en qué condiciones ocurre tu llegada al mundo.
―Nací en 1950 en San Germán, un pueblo del norte de la antigua provincia Oriente, hoy Holguín, y al que se le puso después el nombre de Urbano Noris. Benjamín Farin, mi padre, se había instalado allí porque la industria azucarera, actividad económica principal del poblado, le ofrecía posibilidades para desarrollar su negocio que era la venta ambulante de productos tan disímiles como zapatos, muñecas, relojes, joyas, bolsas con alimentos, telas, etc.
Sus padres, David y Neamá, eran judíos descendientes de los sefarditas expulsados de España en 1492 y acogidos por el Imperio Otomano. Por eso, nació en 1910, en Kirklareli, un pueblo de la actual Turquía, en la región Tracia, muy cerca de las fronteras con Grecia y Bulgaria. Mi padre perdió al suyo poco después de nacer y su madre, viuda y a cargo de cuatro hijos, enfermó y murió en 1918 por la escasez de alimentos, consecuencia de la Primera Guerra Mundial. Lo mandaron a un orfelinato desde los ocho años de edad hasta los 16. Como un tío se había establecido en Cuba, este le pagó el pasaje junto al de su hermano y así llegaron a La Habana en 1926. De la capital cubana fueron a Alto Cedro, donde Víctor Farin, el tío en cuestión, tenía una tienda mixta frente a la estación de trenes.
Mi madre, Victoria Levy Cohen, era también judía, pero de Estambul. Sus padres, Isaac y Eugenia, eran del barrio de Balat, a orillas del Cuerno de Oro. Cuando comenzaron las guerras del Imperio Otomano mi abuelo materno partió rumbo a Cuba, a donde llegó en 1913 porque la Isla le abrió las puertas. Dejó atrás a su esposa y a sus dos hijos, de los cuales uno murió durante la Primera Guerra Mundial, antes de que él pudiera viajar a Turquía para traer al resto de la familia. Cuando pudo hacerlo se establecieron en Guantánamo, y allí, en el poblado de Yateras, inscribieron a mi madre como nacida en Cuba cuando en realidad había nacido en Turquía.
―¿Cómo se conocieron Victoria y Benjamín?
―En la tradición hebrea procuran casarse dentro de la misma fe. De esta forma presentan a los jóvenes con intenciones de que logren formalizar relaciones matrimoniales. El tío Víctor se mudó para Santiago de Cuba, donde fue designado rabino del kahal o sinagoga de la ciudad creada en 1929. Es muy probable que ambas familias, las de mis padres, se frecuentaran pues además de la sinagoga también se fundó, en 1942, el Centro Hebreo de Oriente. El caso es que ambos se casaron en 1947 en la antigua capital oriental y luego se mudaron a San Germán, donde ya dije que nací tres años después.
―¿Cómo fueron los primeros años de tu vida en este pueblo holguinero? ¿Qué recuerdos tienes?
―Viví hasta los siete años en San Germán y asistí a la escuelita particular de Gavina Clark, una maestra jamaicana. Pero el acontecimiento que más marcó mi vida fue que convivíamos con un matrimonio de gallegos, José Rama y Julia Martínez, a quienes mis padres alquilaban una parte de su casa. Como el matrimonio no tenía hijos yo me convertí en una especie de nieta para ellos. José era bautista, Julia católica y nosotros judíos. Las tres religiones coexistían en absoluta armonía, al punto que visitaba lo mismo la iglesia católica como la bautista. Desde niña aprendí que existe algo por encima de las religiones que es la creencia en un dios único que ama a todos los hombres por igual y que cada religión ha sido la consecuencia de circunstancias específicas a cada lugar y tiempo.
Luego, en 1957, nos mudamos para Santiago de Cuba y allí asistí a la escuela pública hasta el sexto grado. Esta época coincidió con la prosperidad económica de la familia. El negocio de mi padre daba frutos y había construido una casa de dos plantas al lado de una casa colonial que había comprado. Vivíamos en la calle San Félix, entre Habana y Trinidad.
―Santiago fue una de las ciudades en donde más se hizo sentir el movimiento insurreccional contra Batista. ¿Tienes recuerdos de esto? ¿Participaron tus padres en esa lucha?
―No directamente. Tengo recuerdos muy nítidos de esa etapa. Al doblar de nuestra calle vivía Frank País y muy cerca estaban las casas de Tony Alomá, César Perdomo, Léster Rodríguez y otros revolucionarios conocidos. Yo sabía que en el local de nuestra sinagoga se imprimían volantes pues allí había un mimeógrafo. En casa se oía Radio Rebelde, bajito, y recuerdo que cuando triunfó la Revolución mi padre nos llevó a los Altos de Quintero, que es la entrada de Santiago de Cuba por la Carretera Central, para ver a los barbudos que bajaban de la Sierra. Era evidente la alegría popular y el entusiasmo en la cara de la gente.
―¿Qué sucedió después?
―Matriculé en la escuela secundaria Dos Ríos y en 1961 participé en la campaña de alfabetización en mi propio barrio. Los cambios empezaron a acelerarse y con las expropiaciones a mi padre le confiscaron el negocio. Casi todas las familias judías partieron al exilio pues habían sido expropiadas. Como mi padre era muy religioso quiso, en vez de emigrar a Estados Unidos, acogerse a la “aliá”, que es el derecho que otorga Israel a todo judío para que viva en Tierra Santa, de modo que, en 1962, viajamos a La Habana para iniciar los trámites con la idea de instalarnos en Israel. Reunimos todos los documentos y en las oficinas de Inmigración dijeron que teníamos que esperar a que nos llegara la autorización de salida.
Mi padre había perdido su negocio, así como la cabañita que teníamos en Las Múcaras, un sitio frente al Morro de Santiago y en la entrada de la bahía, al que ya no podíamos ir porque junto a ésta colocaron una metralleta de cuatro bocas.
Para el CDR, como habíamos presentado para irnos, éramos unos “gusanos”. Así pasó el 1962, 1963, 1964, y del permiso nada. A mi padre le embargaba una enorme tristeza que no tardó en convertirse en depresión. Con 138 pesos de pensión que le asignaron tenía que mantenernos a mi madre, a mis dos hermanas, Matilde y Emma, y a mí. Llegó el 1965 y mi padre no soportó más aquella situación, se consumió y murió con apenas 55 años de edad.
Nosotras seguimos esperando y mi madre nos aconsejaba que no nos enamoráramos para evitar obstáculos en caso de que nos llegara la salida. En 1968, con la llamada “Ofensiva Revolucionaria”, confiscaron todos los negocios, hasta los más pequeños, y poco después los directivos de nuestra sinagoga se vieron obligados a firmar la disolución de la instit