AREQUIPA, Perú. – En el convulsionado escenario de La Habana del siglo XIX, las epidemias eran una sombra constante que amenazaba la vida de sus habitantes. La aparición del cólera en 1833 marcó un hito, desencadenando caos y miedo entre la población.
El primer caso de la enfermedad, identificado en José Soler, un catalán recién llegado, llevó al médico Manuel J. de Piedra a diagnosticar el cólera. Los síntomas, desde diarrea aguda hasta pulso imperceptible y deshidratación, confirmaron la gravedad de la situación.
Sin embargo, la incertidumbre inicial llevó a la población a cuestionar el diagnóstico de Piedra, desatando una ola de odio hacia él. Incluso, fue apedreado en las calles y estuvo al borde de morir linchado.
Mariano de Ricafort, el capitán general, respaldó la validez del diagnóstico ante el Protomedicato de La Habana, pero las tribulaciones del doctor no terminaron.
Sus vecinos le reprocharon la falta de éxito en la cura de los pacientes, y para su protección, tuvo que contar con escolta policial. A pesar de que otros médicos tampoco lograban vencer el cólera, la población estaba aterrada. Mientras unos morían por la enfermedad, otros lo hacían de miedo.
La epidemia de cólera desafió toda anticipación y desconcertó a la población. La enfermedad parecía seguir curvas impredecibles, burlándose de los intentos de contenerla.
La indiferencia ante jerarquías sociales quedó evidente: afectó a personas negras y pobres, pero también a blancas y ricas. Entre las víctimas se encontraban monseñor Valera Jiménez, el pintor francés Vermay, y