Hay un plano, casi al comienzo de Llamadas desde Moscú de Luis Alejandro Yero, que captura la esencia del largometraje documental estrenado en 2022 en la sección Cine Fórum del Festival de Cine de Berlín y recientemente eliminado de la selección oficial del Festival de Cine Latinoamericano de La Habana. Allí, vemos a uno de los cuatro protagonistas recostado en un sofá, vestido con el llamativo abrigo rojo que aparece luego en otras escenas y otros cuerpos, mientras observa un video de Tik Tok en el que él mismo simula una actuación de «Bananza (Belly Dancer)», el conocido tema musical de Akon. La composición del plano es introspectiva, centrada en el personaje y su interacción con el contenido digital, aunque la centralidad del teléfono invita a privilegiar el simulacro del mundo virtual por encima de la realidad representada. De hecho, el plano muestra cómo la autorrepresentación del sujeto en el mundo de la virtualidad se ha integrado a la vida cotidiana, casi a la manera de una suplantación.
De forma general, Llamadas desde Moscú ofrece un ángulo fascinante del papel de las redes sociales y la comunicación digital en la vida de los emigrantes cubanos. En el documental se presenta a cuatro jóvenes cubanos que buscan rehacer sus vidas en Moscú, una ciudad marcada por el caos de la pandemia de la COVID-19 y los efectos de la invasión a Ucrania.
Desde el inicio, la influencia de los medios digitales en la percepción de la realidad y la convivencia social se hace patente a través de la metonímica aparición de la Torre Ostankino en pantalla, especie de símbolo de la televisión y la radio rusas. Ese aspecto propio de una época globalizada e hiperconectada ha sido objeto de varios análisis en el contexto académico y de los estudios culturales. Por ejemplo, el filósofo Byung-Chul Han sostiene que el mundo material de átomos y moléculas se está disolviendo en un mundo de «no-cosas», en el que los medios digitales desdibujan la línea entre lo que consideramos el «mundo real» y nuestra existencia se vuelve más intangible y fugaz. Llamadas desde Moscú reafirma esa idea, al presentar a unos sujetos aislados físicamente, pero inmersos en un espacio digital que sostiene su identidad y conexión con sus raíces culturales. En ese contexto, Rusia funciona como un poderoso escenario narrativo que satisface y, de hecho, intensifica las necesidades del filme.
Rusia, como lugar de convivencia de los personajes, es presentada no solo como una localización física, sino como un entorno complejo y multifacético que es tanto un refugio como un espacio de alienación para los cubanos que se retratan. La pandemia, el invierno hostil y la condición de migrantes vulnerables de los cuatro personajes los acorrala en una cotidianidad solitaria y una dependencia de sus dispositivos electrónicos. Los sobornos, el trabajo excesivo y la dinámica urbana sumergen a esos cubanos en las contradicciones que refleja tanto el pasado comunista como el capitalismo de mercado contemporáneo de la nueva Rusia. La dualidad funciona como espejo de Cuba, que también se encuentra en un estado de transición ideológica y económica. En ese sentido, la colisión entre las ideologías pasadas y presentes de Rusia brinda un paralelo con las experiencias de los personajes, que se encuentran desplazados y desafiados por los sistemas de valores en constante cambio. Esto se agudiza con el hecho de que los protagonistas son personas queer en Rusia, que es, enfatiza el realizador en entrevista con el crítico Dean Luis Reyes, «el país más homofóbico de Europa». Un contexto como ese facilita la indagación en las estrategias performativas de los sujetos contemporáneos y sus autorrepresentaciones en el mundo virtual.
Lingüísticamente, el ruso es un idioma ajeno a los personajes cubanos. Si bien la lengua se hizo familiar en Cuba durante el acercamiento político y económico con la extinta Unión Soviética, en la actualidad funciona más como dispositivo nostálgico que como estrategia de movilidad. En el filme, la barrera del idioma no es una simple dificultad práctica; es un símbolo del aislamiento y de la lucha por la pertenencia y la comprensión. La comunicación, o la falta de ella, se convierte en metáfora de una experiencia más amplia en Rusia, luchando por ser entendidos y por encontrar una voz en un mundo que es sordo a su lengua materna.
En una escena, por ejemplo, aparece uno de los protagonistas estudiando ruso. Aunque después de escuchar y repetir frases básicas a través del traductor automático, «buenas noches», «nos vemos luego», «adiós», el joven se distrae de su actividad. Entonces, se detiene a escuchar traducciones al ruso de palabras que evocan otros territorios: japonés, inglés, francés, español… como una forma de exorcizar esa repetición de la isla en medio de su experiencia transnacional, como si quisiera utilizar el ruso como el vehículo para alcanzar un cosmopolitismo deseado, pero que las circunstancias de su migración le han negado.
Ese deseo de una experiencia transnacional regresa en otras escenas. Allí uno de los protagonistas aparece vendiendo una amplia gama de productos farmacéuticos a clientes hispanohablantes. El cubano vende productos certificados en Bulgaria a clientes residentes en Bogotá. Esa cadena plurinacional sol