Fue determinante que ese día anduviera con Marcos Paz, visitando a Boris en el Centro Social ABRA. Frente al Ministerio de Cultura, la gente se congregaba desde temprano. A media tarde, mientras nos fumábamos unos Criollos en un parque de Lawton, no me había pasado todavía por la cabeza unirme a los manifestantes. Sin embargo, los acontecimientos se precipitaban y nos iban llegando fragmentos de información. A medida que se hacía evidente que esta vez era distinto, la idea fue tomando forma.
Pero me resistía. Me parecía demasiado «promiscuo» unirme a una protesta que había surgido por solidaridad con el Movimiento San Isidro. Solo cuando comprendí que me estaba autoexcluyendo de algo importante, fui consecuente con mi criterio de que la culpa es un mecanismo perverso de dominación instaurado por el cristianismo. Aun así, creo que no habría ido si no hubiera andado ese día con Marcos Paz.
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El 28 de noviembre de 2020, todavía al calor de los acontecimientos de la noche anterior, escribí en mi muro de Facebook un texto del que retomo algunas líneas:
«Aquello trascendió al MSI con el paso de las horas. […] Se puede leer como una derrota el hecho de que haya sido una organización opositora la que haya logrado esa movilización de la sociedad civil. Yo quisiera añadir, no obstante, que allí había en el aire una belleza perestroika. […] En muchos aspectos, la manifestación fue un hermoso reto contra los remanentes del estalinismo, o socialismo de guerra fría si lo prefieren. […] Leí en algún lugar que los finales se parecen a los principios, pero con luces enrarecidas.»
Desde la ventaja que ofrecen los tres años transcurridos —es sabido que cuando se trata de comprender la historia, la distancia temporal es uno de los requisitos de la claridad—, quizás podamos ya trazar algunas líneas para comenzar a entender qué ocurrió ese 27 de noviembre.
Las interpretaciones oficiales, ya sabemos, se mueven entre la tesis del golpe blando y la de la colonización cultural. Incluso, la matriz según la cual se trató, la de una manifestación principalmente blanca, elitista y burguesa —curiosamente, echada a andar por los propios miembros del Movimiento San Isidro casi desde el primer momento—, aunque capta un aspecto importante del fenómeno, termina por ser una descalificación demasiado fácil.
A la tesis de la vinculación de algunos de los principales actores con las agendas estadounidenses, debemos responder que la moralina no puede sustituir el análisis social. Frente al paradigma de la exterioridad que nos quiere imponer la Escuela de la Guerra Cultural, resulta fundamental recordar que existe una interrelación orgánica entre los procesos sociales. Los agentes vinculados a poderes externos y sus estrategias de poder forman parte de los procesos por los que atraviesa la sociedad cubana, del mismo modo que aquellos que les oponen resistencia.
Esto significa que la condena a la injerencia extranjera no nos puede cegar ante el hecho de que las diversas subjetividades que componen la disidencia cubana se forjaron sobre un terreno autóctono. Los artistas e intelectuales que sirvieron como punta de lanza de una estrategia de subversión no cayeron en paracaídas, sino que se formaron en las instituciones cubanas y fue allí donde desarrollaron su desafección al sistema, mucho antes de plantearse, siquiera, militar en organizaciones de la oposición.
¿Quiénes fueron los que se manifestaron frente al Ministerio de Cultura el 27 de noviembre de 2020? No solo los mismos de siempre, los disidentes «con nómina». Esta es la pregunta más importante que debemos hacernos. Un proceso de contestación política radical se inicia con la aparición de un nuevo sujeto, a partir de la irrupción en el escenario político de una determinada alteridad, esto es, un conjunto de personas negadas por el sistema.
Durante mucho tiempo, los estrategas de la subversión contra el gobierno cubano esbozaron algunas hipótesis de trabajo sobre cuáles podrían ser esas identidades que canalizarían la rebeldía. Mi tesis, no obstante, es que lo ocurrido ese día desbordó sus esquemas.
Al analizar la manera en que se ha estructurado la oposición al gobierno cubano por parte de aquellos con recursos para hacerlo de manera sistemática, se observa la presencia de al menos tres arquetipos:
En primer lugar está el disidente de alto nivel intelectual y pretendida autoridad moral, construido sobre el modelo de la disidencia soviética y este-europea; estos son los epígonos de Pasternak. En segundo, y de manera paralela, se maneja el arquetipo del estallido social, que canaliza la ira de los barrios marginales ante un Estado opresivo; delincuencia, «vulgaridad» e ira se unen en la explosión de violencia. Por último, se construyó un híbrido de los dos primeros: la disidencia contracultural encarnada en el Movimiento San Isidro.
Integrantes del «Movimiento San Isidro» / Foto: Infobae
Sin embargo, a pesar de la presencia el 27N de muchas personas ya identificadas con alguno de estos arquetipos, la autenticidad del acontecimiento vino de que ninguna de estas identidades fue la dominante aquel día. No está de más recordar que lo que movilizó a varios cientos de personas no fue la adhesión a los planteamientos del movimiento San Isidro, sino la indignación ante el proceder de las autoridades la noche anterior, durante el desaloj