En septiembre de 2006 me habían contratado por segunda vez en la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños como asesor de guion. En sustancia, mi misión consistía en leer los trabajos de los estudiantes para su corto de graduación (un ejercicio de diez minutos), opinar y dar consejos. Recuerdo que la mayoría de los muchachos acogía con respeto mis sugerencias, con independencia de que más tarde decidieran aplicarlas o no, pero había un chileno absolutamente impermeable. Su guion constaba de planos lentos y fijos de alguien mirando por una ventana, un caballo estoico pastando en lontananza, una escena sin diálogos tras otra… En un punto concreto el guion decía algo como «fulano pasa por debajo del árbol y lo mira. El árbol le devuelve la mirada». Con toda la elegancia de que fui capaz le pregunté cómo pensaba hacer eso, pues si lo que tenía en mente era emplazar la cámara entre las ramas apuntando abajo, como una subjetiva del árbol, cualquiera pensaría que se trataba de alguien escondido en el follaje y no de que la entidad vegetal contemplaba al caminante… El chico me dio una respuesta vaga, que aproximadamente podría transcribirse como «usted no entiende, weón, esto es muy elevado». En fin, su corto no duró los diez minutos obligatorios, sino casi media hora, pero igual se graduó. Probablemente hubo más de un suspiro de alivio. A algunos estudiantes, me comentó con amargura un profesor de la Escuela, habría que esconderles los cassettes de Tarkovski.
En un puñado de ocasiones he sido jurado de festivales, tanto en Europa como en el terruño. Es un honor y una oportunidad de compartir ideas con profesionales, por lo general, mucho más avezados que yo. Ahora bien, invariablemente hay al menos un colega