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Armando Franco y Hu Shuli, dos posibilidades

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Armando Franco es descrito por quienes lo conocen como un imán de hombres, astuto e ingenioso. Uno de los entrevistados por el Periodista cuenta que en cierta ocasión viajó con él y un grupo de amigos a un sitio de recreo. En lo que duró el viaje, apenas un par de horas, Armando se hizo amigo de todos. Fue el centro afectivo de la expedición. Anécdotas similares se repiten. También despierta antipatía entre quienes no son sus amigos pero lo conocen del preuniversitario por los cargos que ejerció: presidente de federaciones estudiantiles tanto en la enseñanza media como en la universidad. Le gustaba el poder y al poder le gustaba él. Esos matrimonios son a menudo mal vistos en Cuba, se asume que quienes los mantienen son oportunistas, arribistas, delatores.

Lo nombraron director de Alma Mater (A. M.) con 27 años, en un momento de crisis general de cuadros. Aunque A. M. fuera una revista marginal, poco leída y con problemas agudos de circulación en su versión impresa, no era como esos puestos fronterizos donde los soldados hacen guardia barbudos y semidesnudos al no tener los ojos de un superior encima. Era una de las pocas revistas que existían por decreto, y de activarse cobraría cierto capital simbólico. Si por A. M., miembro vitalicio del cuerpo de publicaciones estatales, se escuchaba un estornudo, era porque todo el sistema tenía catarro.

Armando tuvo que afrontar un dilema, o como mínimo sopesar la noción de autonomía contra sujeción absoluta: ¿hasta qué punto podría cubrir con agencia propia dentro de un medio ajeno, estatal? Es posible que Armando se haya hecho preguntas más profundas aún, del tipo: ¿para dirigir qué estoy yo aquí, la contención o la acción?, ¿es la contención, la indiferencia, el no hacer nada, una acción?

“Tendríamos que informar sobre esto”, se dijo Armando Franco probablemente aquel 11 de julio de 2021, tal como la periodista Hu Shuli ante los hechos de Tiananmen cuando miles de compatriotas salieron a las calles a combatir la rigidez del poder comunista chino. Este escenario para Armando como individuo, como “jardinero”, como agente de cambio, podría ser una suerte de laboratorio donde jugar con elementos de crisis. ¿Por qué no probarse según lo aprendido en la universidad, en lecturas, en viejos problemas que arrastra la prensa oficial y toda la sociedad cubana?

***

Wang Boming, socio fundador de Caijin, la revista que dirigía Hu Shuli, era uno de aquellos hijos de altos funcionarios comunistas que habían estudiado en Estados Unidos y luego renunciaron a un puesto laboral jugoso por regresar al país natal. Su oficina en la capital china estaba en el piso que antecedía al de Caijin; apenas tenía que tomar un ascensor o subir las escaleras si algún lío estallaba. Él y sus socios destinaron un cuarto de millón de dólares para que Hu Shuli, que llegaría a ser la periodista independiente más internacional de China, coordinara un medio apegado a la realidad. Su punto de vista era que el país necesitaba medios que cumplieran “su función de revelar los hechos a la opinión pública y ayudar al gobierno, de alguna manera, a detectar males”.

¿Por qué habría de echarse encima el problema de “revelar los hechos”? Probablemente por la misma razón que lo había motivado a regresar a su país: el ser pionero, cierta esperanza de reconstruirlo, el orgullo de hacer algo histórico y darle un sentido sano a su devenir.

Evan Osnos describe a Boming como un hombre ansioso que fumaba un cigarrillo tras otro. En sus años de universitario en Estados Unidos necesitó gestionarse un salario para cubrir sus gastos, así que trabajó en un periódico del Chinatown neoyorquino como reportero. Ahí se le desarrolló el gusto por la primicia, la búsqueda de datos y el estrés tras cualquier destape o pista. El periodismo lo había hecho sentir un “rey sin corona”, le comentó al escritor norteamericano.

Caijin significa “economía y finanzas”. El Partido Comunista Chino (PCCh) y su oficina de propaganda permitían publicaciones privadas adscritas a alguna organización legal que no ahondaran de forma crítica en asuntos de interés político. Después de Tiananmen, una prioridad fue relanzar la reforma económica, procurando que esta no debilitara el poder del Partido. El cauce económico fue visto como una fuente de prosperidad material que se acomodaba a la administración y al ejercicio del poder a base de omisiones y tanteos cautelosos.

Hu Shuli vio la oportunidad de hacer un periodismo cercano al ideal que había construido en su espíritu desde que fuera estudiante de postgrado en una universidad americana y después de Tiananmen. Había vivido en carne propia episodios de censura y de soborno a colegas. Ahora podía trabajar a su manera contando con cierto respaldo de personas bien conectadas.

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Más que en el largo debate sobre si es posible o no ser imparcial, nos interesaría concentrarnos en la recreación de la imparcialidad. Los gestos que se ensayan para ser o, en última instancia, parecer imparcial.

El Periodista cree que un lector bien dispuesto podría encontrar señales voluntarias o involuntarias de simpatía hacia los manifestantes del 11J en ciertos elementos del editorial que A. M. publicó el 13 de julio de 2021 en su edición digital, con el título Cinco claves para entender la situación de Cuba hoy. En estas claves podría haber trazas, rastros, pliegues esotéricos que las vinculen con el contenido que, semanas después, expusieron con más libertad unos sociólogos, filósofos, educadores y economistas convocados para ello.

Las omisiones en el editorial son frecuentes. Aunque parezca obvio, el redactor evita mencionar la brutalidad policial que se desencadenó en algunos lugares y fue registrada por las cámaras de miles de teléfonos móviles. Por otro lado, tampoco criminaliza la protesta, aun cuando este es un recurso fácil, común en los medios oficiales cubanos. Pero mostrar alguna simpatía hacia los indignados tendría consecuencias negativas para el medio, para una futura cobertura equilibrada de los hechos y para el proyecto de ser pionero. Así que estaba en peligro el privilegio resplandeciente de “contar la verdad”.

El redactor no puede declarar que él también está harto de ese estado de cosas, ni insinuarlo siquiera. Debe andar con sigilo, atento a sus pasos y al eco que producen. Podrá utilizar el sedimento semiótico del destinatario al estilo del “buen entendedor”, y que el lector añada lo que falta, mas en ese punto deberá hilar una filigrana que permita ser leída tanto a favor del poder como en su contra. Para lograr esto empleará un recurso: lo que dice el “propio presidente”: “Con insatisfacciones legítimas por parte del pueblo, como reconociera el propio presidente del país, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, la génesis de las protestas radica en algo más que la acumulación de frustraciones”.

En el mismo orden retórico, resulta una pincelada sutil separarse de este corpus afectivo: decir “el presidente del país” en vez de “nuestro presidente”. Entre una variante y otra hay un salto. El uso del sintagma “nuestro presidente” es moneda corriente en la educación sentimental nacional. Millones de cubanos llegan a adultos sintiendo que quienes dirigen el país desde 1959 son una forma especial de familia. Ese vínculo casi filial se blande como autoafirmación, como búsqueda de identidad ante las molestias que causa el régimen de carencias con que se vive en la Isla.

Posicionarse tras la voz del presidente —que era contra quien iban dirigidas varias de las consignas más usadas en las protestas— no significa que se esté de su parte. El redactor tenía que echar mano de un recurso que lo salvara de la parcialidad sin parecerlo. Optó por la desaparición.

Intentemos colocar esto en un marco más abstracto y volvamos a Leo Strauss. En su ensayo La persecución y el arte de escribir, Strauss imagina a un historiador que desconfía del punto de vista oficial sobre algunos pasajes históricos. Querrá dejar expreso su malestar, se atreverá a hacer pública su visión, ya que ha descubierto que esta vale tanto o más que la oficial, y se lanzará a la empresa secreta de escribirla: “tendría que exponer el punto de vista liberal antes de atacarlo; lo expondría de esa manera tranquila, carente de espectacularidad y, hasta cierto punto, aburrida que no podría sino parecer natural; usaría muchos términos técnicos, aduciría muchas citas y daría una importancia indebida a detalles insignificantes; parecería olvidar la guerra santa de la humanidad en triviales disputas de pedantes. Solo cuando alcanzara el corazón del argumento escribiría tres o cuatro frases en ese estilo terso y vívido capaz de llamar la atención de jóvenes que aman pensar”. En esta emboscada de mensajes, la línea “Con insatisfacciones legítimas por parte del pueblo, como reconociera el propio presidente del país” sería la antesala “correcta”, el tributo que debería pagar Alma Mater antes de pasar al núcleo crítico, el próximo nivel. Pero este núcleo crítico no estará en el texto sino, más adelante, en las entrevistas a sociólogos, filósofos y sicólogos amparados por investigaciones científicas.

“La persecución —dice Strauss— suscita así una peculiar técnica de escritura y, con ella, un peculiar tipo de literatura en el que la verdad sobre las cosas cruciales se presenta exclusivamente entre líneas. Esa literatura no se dirige a todos los lectores, sino solo a lectores inteligentes y dignos de confianza. […] Tiene todas las ventajas de la comunicación pública sin tener su mayor inconveniente: la pena capital para el autor”.

En el adjetivo “propio” se le revela un énfasis al Periodista, se dispara un aviso, ya sea como guiño consciente o como muestra de miedo. El redactor de Alma Mater hizo algo habitual en la prensa cubana: instrumentalizó frases del presidente para desaparecer, no porque le faltara valor o capacidad intelectual para comprender la complejidad del 11 de julio, sino porque como decisor no tiene presencia. Es como un vampiro: no se refleja en el espejo.

***

Caijin salió a la calle en abril de 1998. Su primer número publicó en portada un reportaje que describía las pérdidas millonarias de un racimo de pequeños inversores. No fueron advertidos de que Qiong Min Yuan, la empresa inmobiliaria por la que apostaban, había exagerado su informe de ingresos. El conflicto se acentuó al conocerse que existía otro grupo de financistas que sí estaban sobre aviso y retiraron a tiempo sus acciones. La inmobiliaria fue a la quiebra y sepultó con ella a los inversores sin pedigrí.

El reportaje desagradó a los censores del Departamento Central de Propaganda (DCP) chino, quienes acusaron a Caijin de saltarse las regulaciones que prohibían a la prensa revelar información sensible. Evan Osnos no describe en qué consistió la afrenta o la hipersensibilidad que el caso despertaba en los censores. Acaso se trataba de funcionarios públicos de cierto rango implicados en ocultar información por negligencia o a cambio de coimas, o simplemente el reportaje violó el código que dictaba no manchar la imagen de un país transparente y confiable para las inversiones. Algunos ejecutivos del medio tuvieron que presentar una autocrítica ante los censores. La escasa circulación de Caijin, por demás, hacía que se volviera en la práctica una publicación de nicho, para consumo interno.

En 2001 Caijin lo volvió a hacer, no sin antes preparar una salida exitosa. Un reportero de 25 años descubrió que una empresa de prestigio llamada Yinguangxia Holdings, que cotizaba en la bolsa, había duplicado sus números y reclamaba beneficios falsos que ascendían a 87 millones de dólares. La empresa era un referente nacional, había recibido el visto bueno de varios altos dirigentes que la habían visitado, así que el escándalo iba a salpicar a la esfera política.

A Wang Boming le preocupó que Caijin fuera clausurada, así que antes de publicar el trabajo se lo presentó a un alto funcionario del PCCh. Este revisó el texto. Si podían asegurar que los hechos enumerados eran totalmente ciertos tendrían luz verde, dictaminó. El trabajo se publicó, se suspendieron las acciones de la empresa en la bolsa y los directivos implicados en la estafa fueron a la cárcel. El método de Hu Shuli se basó en el cálculo de consecuencias, en saber hasta dónde podrían ser tolerados.

En la primavera de 2003, una reportera de Caijin viajó a Hong Kong y notó que en el andén del tren a Guandong (Cantón) casi todos los pasajeros llevaban mascarillas quirúrgicas. La prensa había estado informando de una epidemia en esa ciudad, pero las autoridades declaraban que todo estaba bajo control. La reportera avisó a Hu Shuli y esta puso manos a la obra. Los medios de prensa de la provincia fueron orientados por el DCP para que dieran noticias tranquilizadoras; este incluso fijó el tipo de letra que debían usar para las publicaciones. Hu Shuli no conocía orden alguna sobre qué hablar, qué no y cómo, la restricción era solo para Guandong, así que Caijin, sin dique de contención, podría informar.

El equipo de la revista consultó varios libros sobre enfermedades respiratorias, infecciones y virus. Hallaron incoherencias en las declaraciones de funcionarios del Gobierno, a los que seguramente les tocaba hacer malabares para ocultar que el brote de SARS se iba de control e impedir un alud de prensa. Guandong no era una provincia menor, sino la más poblada y económicamente pujante de China. Su acceso al mar y la vecindad con Hong Kong la hacían un centro de negocios importante y uno de los puntos más transitados del país.

Durante un mes Caijin publicó semanalmente suplementos especiales sobre la situación, además del seguimiento que ofrecía en sus números regulares. Sus informes sobre la epidemia no coincidían con los que emitía el gobierno de la provincia. Los datos que publicaba la página web de la Organización Mundial de la Salud contradecían los mensajes de “no pasa nada” que difundían los funcionarios, hasta que un día el DCP mandó a parar a Caijin.

Las orientaciones del DCP solían ser secretas y sistemáticas, incluso en algún momento dejaron de circularse por escrito y se hicieron orales para evitar que llegaran a la opinión pública —en 2005 el periodista Shi Tao fue condenado a 10 años de cárcel por filtrar uno de estos documentos—. Las directrices se orientaban tanto por teléfono como en reuniones presenciales, a las que los periodistas se referían como “ir a clases”. El DCP no leía los trabajos antes de salir, se conformaba con que los jefes de medios percibieran su presencia, su vigilancia.

Según Evan Osnos, Hu Shuli tenía un espectro de error de tres tarjetas amarillas al año. Al tercer error le sacaban una tarjeta roja y le cerraban el medio. En su libro Osnos describe la influencia del DCP como una anaconda que cuelga enroscada de una lámpara fijada al techo. Los directores de medios conviven con esta bestia, que puede volverse letal al menor movimiento ininteligible. Hu Shuli aprendió a convivir con este elemento usando su capacidad de adivinar los estados de ánimo de la serpiente.

***

Armando Franco fue liberado de su cargo el 26 de abril de 2022, diez meses después de las manifestaciones del 11 de julio. La orden del Comité Nacional de la UJC, rama juvenil del Partido Comunista, parecía más cerca del castigo que del ascenso. Así lo estimaban sus colegas y él mismo, a saber por algunas declaraciones que hizo semanas después en su muro de Facebook.

La noticia corrió como pólvora, no porque interese mucho lo que suceda con el director de un medio de prensa oficial como Alma Mater —ausente o irr

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