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Poeta francocubana Eyda Machín: “No tengo más patria que la felicidad”

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PARÍS, Francia. – A Eyda Machín la conocí en París, ciudad en que ambos hemos vivido más de la mitad de nuestras vidas. La literatura, el arte, los viajes y nuestros orígenes comunes nos han unido durante las últimas dos décadas en que hemos colaborado presentando a escritores y cineastas, aunque también viajando a lo largo de una geografía muy diversa que incluye la isla griega de Creta, Alemania, la Riviera francesa, la Alsacia y Florida, entre muchos otros sitios a donde la curiosidad y nuestros intereses culturales nos han llevado.

Aunque con anterioridad había escrito sobre su obra nunca le había hecho una entrevista, pues, como siempre, creemos que sabemos todo de las personas cercanas. Como ha sido el caso de algunos de mis entrevistados para esta serie de CubaNet, Eyda me ha sorprendido con episodios de su vida que desconocía y que ahora afloran, por primera vez públicamente, durante este juego de preguntas y respuestas. 

Comenzamos, como con todos los entrevistados de esta serie, por los orígenes familiares y tu nacimiento…

―Nací en La Habana, el 14 de octubre de 1956. Mi padre, Tomas Machín, hijo de cubanos, era cienfueguero, abogado e hijo de un farmacéutico. Mi madre, Andrea Adelaida Rodríguez Machado, también cienfueguera, era ama de casa y apenas puedo evocarla pues falleció a los 38 años cuando yo tenía apenas dos. Sé que su padre era calesero, pero no conocí a ninguno de mis abuelos. Quien me educó entonces fue una tía llamada Adelaida, la única hermana de mi madre, y a la que llamé siempre “mami”. 

También tenía un hermano mayor, Enrique, que se marchó para Venezuela a principios de la década de 1950 y tenía una óptica en Maracaibo. Mi hermano nació en 1929. Al nacer yo, tan tardíamente, 16 años después, los médicos pensaron que yo era un fibroma.

Aunque toda la familia era cienfueguera, nací y me crié en La Habana, ya que mi tía era la asistenta de un senador de la República, trabajaba en el Capitolio Nacional y había traído con ella a toda la familia para la capital. Incluso mi padre terminó su carrera de abogado en la Universidad de La Habana y trabajó enseguida como representante jurídico de la empresa de ómnibus Menéndez, que cubría la ruta Habana-Cienfuegos y había sido fundada en 1938 por los cienfuegueros Lino, Ramón y Roberto Menéndez. 

Eyda Machín con sus padres, La Habana, 1947 (Foto: Cortesía)

¿Como transcurre la infancia habanera de Eyda Machín?

―Desde que cumplí los cuatro años mi tía Adelaida empezó a trabajar como secretaria del presidente del Colegio de Arquitectos de La Habana, que se llamaba Raúl Macías Franco. Nosotros vivíamos en Infanta y Humboldt, o sea, a pocos metros del mencionado colegio, de modo que pasaba todo el tiempo allí. Incluso cuando el transporte de mi escuela primaria me traía de vuelta a casa, en donde me dejaban siempre era delante de las escaleras del Colegio.

Allí, desde los cuatro años, aprendí a leer y escribir. Y a los 10 a escribir a máquina, pues le pedí a “mami” que me comprara un método de mecanografía. Aprendí tan rápido que era yo quien transcribía los informes de los arquitectos o los pasaba en limpio, de modo que ganábamos más dinero porque cuando le proponían más trabajo a ella yo le decía que lo aceptara, ya que compartía su carga de trabajo mecanografiando los documentos.

A los 11 años empecé a aprender inglés con el suegro de la bibliotecaria del Colegio, de modo que un poco después ya podía hablar con los arquitectos o visitantes anglófonos que pasaban por allí. Por supuesto, seguía al mismo tiempo la escuela de monjas en la que estudiaba, en donde recuerdo a una excelente profesora que tuve llamada Ena Cintras del Bosque. Luego me matricularon en el Colegio Baldor, en la calle 11 y esquina a G, en el Vedado, uno de los mejores de la Isla, al punto de que tenía su propio método (Álgebra Baldor, aún vigente en muchos colegios de América Latina), 3.500 alumnos y una flota de 32 autobuses. El propio Aurelio Baldor de la Vega, su fundador y uno de los pedagogos más grandes de América Latina, fue mi profesor de Matemáticas. A Baldor le confiscaron el Colegio en 1960; se exilió en julio de ese mismo año y yo tuve que continuar el tercer año de bachillerato en un instituto público, en el mismo Vedado.

La periodista Flora del Rosario Espín y Eyda Machín, La Habana, 1950 (Foto: Cortesía)

¿Qué recuerdos tienes de los años que precedieron al 1959 y los que vinieron después antes de tu salida al exilio?

―Nosotros tratábamos de mantenernos al margen de los acontecimientos. Una vez estaba con “mami” en una cafetería de la calle Galiano, muy cerca de la tienda El Encanto, comiéndome un sándwich, cuando explotó una bomba. Llevaba un vestido blanco que se manchó todo de sangre y “mami” aterrada empezó a gritar para que me socorrieran, pues creía que yo estaba herida. Y en medio de aquella tremenda confusión recuerdo que lo único que me interesaba era no perder en la refriega mi sándwich, pues no me había dado tiempo a terminarlo y realmente estaba delicioso. De modo que, por lo pronto, por culpa de aquella lucha que nunca me interesó estuve a punto de perder mi bocadillo preferido.

En 1959, desde la terraza de nuestro edificio de la calle Humboldt, vi desfilar a los barbudos por el Malecón cuando entraron a La Habana. Entonces les dije a todos los presentes: “Es el principio del fin. Esta gente va a traer la desgracia a este país”. Y no me equivoqué pues hasta el día de hoy Cuba ha sido un descalabro evidente.

Aunque “mami” no se oponía al gobierno de Batista, sí ayudó a muchos revolucionarios a conseguir, por mediación del presidente del Colegio de Arquitectos, los salvoconductos necesarios para que pudieran salir del país. Luego, tras el triunfo de 1959, hubo una especie de golpe interno y se presentó allí un tipo mugriento que informó cambios en la directiva y el personal. Esto la afectó tanto que tuve que buscarle un psiquiatra que dijo que solo con electrochoques la podía tratar. Así fue como le dieron 20 sesiones de electrochoques, algo muy corriente en la época durante los tratamientos psiquiátricos, y por eso perdió partes de la memoria.

Para colmo, en 1965, a “mami” un chivato llamado Ricardo García Perdomo, compositor, que trabajaba como empleado del Colegio de Arquitectos la denunció. Cuando pasaron los “revolucionarios”, probablemente para congraciarse con ellos, él la acusó de revender el café que ella conseguía en la bolsa negra para las reuniones de los arquitectos del Colegio. Por eso la suspendieron seis meses del trabajo con prisión domiciliaria. A ese personajillo, mi madre le había hecho muchos favores, e incluso le había cerrado los ojos a su madre, cuando esta enfermó y murió. Quedó entonces pendiente un juicio contra ella con la amenaza de que la encarcelaran de verdad. Fui a ver a Osmany Cienfuegos, que era ministro, y uno de los que “mami” había ayudado a conseguir un salvoconducto cuando la lucha contra Batista. Fue entonces que logré que Osmany y otros jóvenes a los que ella había ayudado, vinieran a declarar en el juicio. Fue todo tan increíble que, en vez de parecer un juicio para acusarla, parecía más bien un proceso para homenajearla. Todos dijeron maravillas de ella.

―¿Continuaste tus estudios entonces?

―El bachillerato, como dije, lo terminé en el Instituto del Vedado. Macías, el presidente del Colegio, me informó que en 1963 habría un congreso de la Unión Internacional de Arquitectos y me propuso que fuera la secretaria de actas de este. Yo, en cambio, le dije que quería ser la traductora. Así fue como me consiguió una matrícula en la Academia John Reed, que estaba en La Rampa, para que estudiara francés. Estuve un año y medio aprendiendo esta lengua, con la profesora Leonne Marguerite Lenormand, quien, siendo yo todavía estudiante me dijo que necesitaban a una profesora para que diera clases en la Escuela de Lenguas Lincoln, en la calle Calzada. Así fue como terminé con 16 años como profesora de alumnos mucho más mayores que yo.

De más está decir que había comenzado una carrera en la Universidad de La Habana, pero me expulsaron en cuanto comenzaron las “depuraciones”, ya que dijeron que la universidad solo era para “revolucionarios”, y como yo no lo había sido nunca…

Eyda Machín, La Habana, 1960 (Foto: Cortesía)

¿Cómo y cuándo logran salir del país?

―Mi padre y su esposa Amparo salen de la Isla en 1961, con Tomás y Jorge, mis dos medio hermanos. Nos lo comunican y nos proponen irnos con ellos, pero como “mami” era en realidad mi tía, no entraba en el núcleo familiar con derecho a emigrar. Decidí que sin “mami” no me iba, entonces tuvimos que quedarnos. Cuando mi padre, ya instalado en California con su esposa, nos mandó una visa “waiver” para que pudiésemos emigrar, tuvo lugar la ruptura de relaciones de Estados Unidos con Cuba. Inmediatamente le pedimos a mi hermano, que como dije vivía en Venezuela, que nos consiguiera una visa para ese país y, a los pocos meses, rompen relaciones el gobierno de Rómulo Betancourt con el de Fidel Castro.

Todas las puertas parecían cerrarse cuando, en 1965, oí por La Voz de las Américas al presidente norteamericano Lyndon B. Johnson decir que Estados Unidos aplicaría un sistema de cuotas para la inmigración. Castro convocó entonces una rueda de prensa en La Habana y vociferó, como siempre solía hacer, que quien quisiera irse podía hacerlo. Cuando Johnson supo esto intervino enseguida para decir que los cubanos no entraban en el sistema de cuotas, sino que para ellos la entrada al país era libre. Ese fue el comienzo de los “Vuelos de la Libertad”, gracias a los cuales pudimos salir un 7 de abril de 1966 en un vuelo con destino a Opa-Locka, Florida.

¿Cómo fueron tus primeros tiempos en el exilio?

―Llegamos a Miami con el objetivo de irnos para Santa Bárbara (California) donde vivían mi padre, su esposa y mis medio hermanos, pero yo había dejado a un novio en Cuba y nos habíamos prometido que el primero que lograra salir sacaría al otro. Fue lo primero que hice, reclamarlo, pero como no estábamos casados la reclamación no tenía mucho valor. Entonces mi padre, que era abogado, preparó un poder para que nos pudiéramos casar a distancia, y así hicimos, en junio de 1966, aunque de poco valió porque tampoco aceptaban los matrimonios por poder para el tema de la reunificación familiar. Al final, como yo empecé a trabajar en una compañía norteamericana en Miami pude pedir un préstamo y mandarle una visa para España, a donde al final pudo llegar.

Como el objetivo de Arnaldo ―así se llamaba― era llegar a Estados Unidos y nuestro estatus de “casados por poder” no lo permitía, entonces recurrí a mi hermano Enrique que vivía en Maracaibo pues aún teníamos vigente la visa venezolana que nunca pudimos utilizar para salir de Cuba. Todo parecía indicar que Venezuela aceptaba los matrimonios por poder, de modo que salimos de Miami para Venezuela un 30 de marzo de 1967. 

¿Qué sucedió entonces?

―Muchas cosas. La primera fue que como mi hermano era optometrista y tenía una óptica en Maracaibo, yo, con mis nociones de optometría, pude empezar a trabajar con él. Con mejor situación me fui a Caracas a resolver la dichosa visa de Arnaldo para que se reuniera conmigo en Ve

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