LA HABANA, Cuba. — El pasado lunes, anunciado como para que no nos perdiéramos la función, el primer secretario del Partido Comunista de Cuba (PCC), Miguel Díaz-Canel, pasadas las seis y media de la tarde, emergió de la televisión como de una bola de cristal colgada entre los escombros y las miserias materiales y humanas que viven los cubanos.
En busca de un tiempo y de una causa irremediablemente perdida para el PCC, los manirrotos —que dilapidaron no sólo los bienes públicos y privados de la nación cubana, sino también las ayudas, donaciones, asistencias y apoyos multimillonarios dados por la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y demás países comunistas durante décadas— insisten en llamarse “revolucionarios”, aunque, en realidad, tras eliminar las clases adineradas alta y media y confiscar sus propiedades devinieron ellos mismos en una nueva clase que, llamándose “dirigente”, ha vivido por más de medio siglo haciendo trabajar a empleados, obreros y campesinos, agotados, esquilmados, hartos del régimen que los oprime, pero que el comisario en jefe del PCC, Díaz-Canel, dice que sí, que “hay salida, sí vamos a salir adelante”.
Si Fidel y Raúl Castro, dictadores vitalicios, consiguieron lavar el cerebro de varias generaciones de cubanos durante más de cincuenta años valiéndose de discursos imposibles de contrastar en una sociedad cerrada, hoy, donde los sofismas duran segundos, Miguel Díaz-Canel, el dictador regente, tiene una misión imposible: hacer creíble que la Ética, el Derecho, la Cultura y la Historia —según él mismo dijo la noche del lunes— son los puntos cardinales del Estado cubano,