La relación entre las estructuras del poder político y el sector de la cultura en Cuba ha sido tensa casi desde el triunfo del Ejército Rebelde en enero de 1959. En los primeros años, cuando todavía no era visible una ideología oficial en el naciente Estado revolucionario y las facciones que contribuyeron a la derrota de Fulgencio Batista pugnaban por cuotas mayores de influencia, los conflictos entre ellas ganaban intensidad. El cierre o la transformación de las viejas instituciones y la creación de otras estaban signados por la disputa más o menos fogosa de las facciones que buscaban hacerse con el control sobre cada espacio. Muchos de los conflictos pasaban por el campo de la cultura, pues tanto los medios masivos como el arte y la educación eran vitales para legitimar la autoridad de los nuevos actores políticos.
El Partido Socialista Popular, de orientación estalinista y bastante deslustrado ante los ojos del pueblo ―tanto a consecuencia de la Guerra Fría como por su espaldarazo a Batista y su crítica a quienes asaltaron en julio de 1953 el Cuartel Moncada― fue sin duda muy activo en el proceso, y acaso el que más definidas tenía una doctrina y una estrategia para «conducir» el trabajo intelectual. Su impronta sobre el curso de los acontecimientos que llevaron a la cristalización del Estado socialista en 1976 y que definieron el talante de sus nexos con la intelectualidad, desde el periódico Hoy, el Consejo Nacional de Cultura y la Unión de Escritores y Artistas fue enorme en los primeros años, como notables fueron también sus trances contra el Icaic, el periódico Revolución y su suplemento Lunes…, la revista Bohemia, los pintores abstractos, entre otros.
Pero reducir tales conflictos a la rivalidad entre organizaciones sería ignorar la naturaleza de un proceso mucho más complejo, que pasaba por viejas rencillas personales y luchas internas dentro de cada tendencia política, por los pactos más o menos secretos entre ellas y por la presión que las potencias hegemónicas de entonces ejercían sobre un país embriagado con la victoria, aunque todavía herido por la dictadura y la guerra.
En el vórtice de una batalla no solamente ideológica, sino además económica y cultural por estabilizar su dominio, el Gobierno revolucionario encabezado por el joven Fidel Castro jugaba a un rudo juego en el que la solución de los problemas de la nación y el restablecimiento de la democracia fueron cediendo de prisa a la necesidad de mantenerse en el poder. La euforia por un triunfo militar contra todo pronóstico en una guerra civil que fue breve y contó con el apoyo casi unánime de la ciudadanía se convirtió pronto en arrogante forcejeo con los remanentes de una sociedad civil republicana y alimentó la discordia con Estados Unidos mediante un progresivo acercamiento al bloque soviético ―que para muchos de los líderes del Ejército Rebelde y del Movimiento 26 de Julio resultó enseguida sospechoso, cuando no defraudatorio―.
Las nacionalizaciones y expropiaciones, con frecuencia bruscas, contumaces, usadas como recurso para disminuir la fuerza de sus adversarios dentro y fuera del país, condujeron al nuevo Gobierno a una crisis en la cual la «mano amiga» de la URSS pareció ser el único asidero confiable, la única protección frente a la amenaza de una invasión. Pero la amistad vino con sus condiciones e incluso con intentos de derrocar a Fidel Castro apoyados desde la Embajada soviética ―recuérdese aquel oscuro episodio que eufemísticamente se dio en llamar «microfacción»―. Todavía a fines de los sesenta hubo intentos por escapar del oneroso influjo que esa «amistad» acarreaba. La desesperada Zafra de los Diez Millones en 1970 fue el último y más aparatoso fracaso de tales intentos. Desde entonces y hasta entrada la década de los ochenta, la presencia y el control de la URSS en Cuba fueron casi absolutos.
Sin embargo, desde 1959, antes de que Cuba cayera bajo la égida soviética, cierta actitud de las nuevas autoridades fijó las pautas de lo que sería la relación entre el poder político-militar del Ejército Rebelde y los sectores de la cultura y la educación. Una actitud enraizada en la naturaleza de las jerarquías castrenses que se tornó hábito ante la inminencia cotidiana de una pérdida del control: la autoridad incuestionable de los dirigentes y, con ella, el sometimiento de todo aspecto de la vida a un propósito colectivo impuesto ―sin posible réplica― por la dirigencia. Es decir, el autoritarismo.
Podría debatirse cuán pertinente o justo era el propósito que animaba a las nuevas autoridades de la isla, podría analizarse hasta qué punto lo explícito de tal propósito se correspondía con las estrategias que las autoridades trazaban, o con el modus vivendi de quienes en breve lapso se convirtieron en una casta intocable por encima del resto de la sociedad, opaca a cualquier escrutinio y violenta ante la menor crítica. Pero el debate sería tal vez insuls