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Ayer y hoy de Muralla

Muralla fue en un tiempo la calle Real; era en los comienzos la primera salida al campo que tenía  la villa. Cambió su nombre por el de Muralla cuando se abrió al final de ella, en 1721, una puerta, la llamada Puerta de Tierra en ese cinturón que rodeaba la primitiva villa. En 1763 se le dio el nombre de Ricla en honor al primer gobernador español que asumió el mando de la Isla tras la salida de los ingleses que un año antes se apoderaron de La Habana. Ese fue su nombre oficial, pero por más que se empeñó el municipio, Muralla siguió siendo Muralla, nombre que fue pasando de padres a hijos y que subsiste y subsistirá.

Era, en los finales del siglo XIX –una calle “realmente singular, única, con carácter propio. Si bien por su anchura, que es escasa, por su adoquinado, que es excelente, y por sus aceras, que son estrechas y altas, se parece a las elegantes calles de Obispo y de O’Reilly, en lo demás tiene fisonomía suya, inconfundible con las otras”. Así la describió el cronista español Luis Morote en la primera de sus “Cartas desde Cuba” que el 19 de noviembre de 1896 remitió al periódico El Liberal, de Madrid. 

Se trataba de una calle entoldada en su mayor parte. De balcón a balcón, de una acera a la otra, se extendían toldos que mitigaban los rigores del calor, daban frescura a la calle y contribuían a avivar las transacciones comerciales, y, entre toldo y toldo colgaban anuncios que daban al centro de la vía que completaban la decoración y constituían una nueva y sugestiva llamada a los compradores. El comercio, a lo largo de la calle, desde Monserrate hasta el mar, estaba en manos de peninsulares –asturianos, montañeses y gallegos. “Todos los vecinos son peninsulares, afirmaba Morote, y todas las casas son tiendas”.

Este panorama variaría con el tiempo pues el elemento español fue desplazado por comerciantes e industriales judíos que emplazaron en la calle sus tiendas  y almacenes, talleres de talla de diamantes y fábricas de corbatas y cinturones, producciones desconocidas hasta entonces en Cuba. Radicaba en esa calle, número 406, la Cámara de Comercio Hebrea. 

Claro que una parte de los comerciantes españoles permaneció en sus predios. Tal fue el caso de Humara y Lastra –grandes importadores de electrodomésticos y de efectos eléctricos en general y representantes de la marca norteamericana RCA. Mantuvieron su local marcado con los números 405-407 de la vía.

El español Luis Morote, por supuesto, no vio el arribo de los judíos a Muralla ni tampoco nosotros vemos hoy las múltiples ofertas que, dice él, tentaban al que caminaba la calle. Si bien los establecimientos del sector privado aportan hoy cierta animación y color, y se abren y limpian almacenes todavía vacíos, en espera, al parecer, de un destino mejor y útil, el deterioro se ha adueñado de Muralla, aunque sea posible disfrutar del remanso que regala la Plaza Vieja, con sus esculturas de Roberto Fabelo, la fabrica de maltas y cervezas, el café El Escorial y restaurante-cafetería La Vitrola, y casi enseguida de la majestuosa elegancia del hotel Palacio Cueto, que una esmerada restauración hizo volver a la vida, por no aludir a otros inmuebles igualmente restaurados en una calle que termina  adentrándose en el edificio de la .antigua Cámara de Representantes y que es hoy el Salón de la Ciudad.

Se asoman a esa plaza la mansión del Conde de Casa Jaruco, que data de 1737 y la casa del historiador Martín Félix de Arrate, donde radica ahora el Museo de los Naipes, con un fondo de más de dos mil piezas. También la sede de la Fototeca de Cuba, la Editorial Boloña y el Planetarium, así como la Vitrina de Valonia, la casa del Conde de Cañongo, el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales y la llamada Cámara Oscura, un  aditamento que ofrece el maravilloso espectáculo de una ciudad viva basada en un efecto óptico a través del cual se reflejan en una pantalla cóncava escena que están ocurriendo en el exterior de la torre. Es el único artefacto de este tipo que existe en América y uno de los pocos en el mundo. 

Un banquete “monstruo”

Eventos memorables, aunque infaustos, tuvieron por escenario esta calle habanera. 

Allí tuvo lugar, el 22 de abril de 1622, el primer incendio de envergadura que se registra en la ciudad. El fuego comenzó en un casa enclavada en la porción de Muralla conocida como calle de La Cuna, por encontrarse en ella la primitiva Casa de Beneficencia, y se extendió, sin que pudiera impedirse la propagación de las llamas, impulsadas por el viento, por cinco manzanas de la zona, con el saldo de 96 viviendas destruidas y todos los árboles dañados.

En Muralla se celebró el banquete “monstruo” que en honor de las tropas españolas ofrecieron los vecinos de esa calle al finalizar la Guerra de los Diez Años. “La calle Muralla es larguísima. No se acaba nunca”, expresa Morote. Y en toda su extensión –once cuadras– se colocaron las mesas en las que se sirvió una espléndida y suculenta comida a tropas españolas victoriosas. El banquete lo sufragaron los comerciantes de la calle para quienes la paz equivalía una vuelta a la vida.

De Muralla era también la mayor parte del elemento español más recalcitrante e intransigente que animó, dio lustre y relieve y sufragó la grande e imponente ceremonia del entierro del gorrión. En las honras fúnebres de tan modesto pajarito se gastaron miles de duros en una explosión de entusiasmo patriotero.

Sucedió así.

En el  mes de marzo de 1869 un  suceso baladí e intrascendente conmocionó a voluntarios y militares españoles, exacerbados ya por la guerra iniciada por Céspedes. Un gorrión, símbolo para el elemento más recalcitrante y obtuso del más rancio españolismo, cayó muerto en la Plaza de Armas y los más integristas acordaron hacerle un entierro de carácter patriótico,  alzando  los restos del pajarito en un  lujoso féretro en el castillo de la Real Fuerza y colocando sus despojos en un rico sarcófago. A su alrededor orarían los devotos y sacerdotes católicos oficiarían servicios religiosos y entonarían cánticos sagrados. 

Los restos del gorrión fueron paseados por las principales calles de La Habana y el capitán general Domingo Dulce formó parte de la marcha mientras que su esposa llevó a la capilla una ofrenda floral. Para dar realce a la ceremonia y, al mismo tiempo, excitar el fanatismo hispano y el odio contra los insurrectos, se dispuso que el gorrión muerto fuese paseado por varias localidades de la Isla.

En Cárdenas, los actos fueron fastuosos y se derramó arroz, alimento preferido de los gorriones, a su paso por las calles. El cortejo visitó Matanzas y en Guanabacoa, en una tienda de campaña que se alzó en la Loma de la Cruz se dijeron responsos en presencia de las más altas autoridades locales y representantes del cuerpo de Voluntarios. De ahí volvió a La Habana, donde fue enterrado el 27 de marzo de 1869.

En 1902 se dio a Muralla el nombre de calle de la Constitución. 

Es una de las calles más antiguas de la ciudad. 

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