La rutina puede conducir a la erosión de fórmulas y a la pérdida de valores que en un momento determinaron que una producción artística calara en las audiencias.
A esta reflexión me llevó la más reciente entrega del policial Tras la huella, que desarrolló el Caso Alérgico en dos partes. Por muchas entregas detectivescas (intriga, suspenso y todas las variantes del género habidas y por haber) que lleguen a la pantalla doméstica desde otras latitudes (algunas de excelencia, otras en la medianía y no pocas de escaso vuelo), nuestros telespectadores han cifrado históricamente sus expectativas en el policial de casa, desde los tiempos de Sector 40 hasta nuestros días.
En el caso que ocupó las dos últimas emisiones dominicales, se agudizaron los problemas que atentan contra la altura que todos esperan. Si los arquetipos, desde el punto de vista de la construcción dramática, son anclajes necesarios para el anudamiento y despegue de la trama, algo se arruina cuando desciende de categoría hasta derivar en meros estereotipos.
Trazos gruesos, romos, se advierten cada vez más en el diseño de los personajes. Tanto en el equipo de investigación como en los delincuentes. Los integrantes del primero parecen no tener vida propia, a tal punto que me hicieron revivir la frase clave de una de las más incisivas secuencias del filme Memorias del subdesarrollo: «Los mismos gestos, las mismas palabras». Imagino el trabajo que pasan los actores y actrices que encarnan a los representantes del orden y la justicia para ser creíbles, dejar atrás poses acartonadas, imprimir vitalidad a sus escenas y no desgastarse en la reiteración de acciones –cada vez más primarios los interrogatorios, cada vez más recurrentes los buchitos de café, cada vez más recurrentes los chistecitos en los saludos– y sacar a flote el heroísmo real de su ejercicio.
A golpe de clichés fueron caracterizados los delincuentes, desde el habla hasta el comportamiento social. No hay siquiera un rasgo sicológico, ni una motivación que vaya más allá del daño por el daño, de la irresponsabilidad por la irresponsabilidad; que los sitúe en un contexto que sustente conductas, desvíos, atavismos y descensos humanos. Están condenados de antemano no por la justicia sino por la chatura de sus desempeños.
¿Cuarenta y cinco minutos son pocos para estas exigencias? ¿Hora y media al empatar dos capítulos? Es un reto para los guionistas y los asesores dramáticos. Quizá dejando atrás escenas inútiles y giros parásitos. A fin de cuentas, la rinitis de uno de los delincuentes no resolvió ningún enigma de peso, ni las idas y venidas del viejo Eusebio por la administración del centro recreativo, ni la sospecha de la relación entre el tal Lechada y el tal Vinil, resueltos de un plumazo con aquello de que este último comerciaba artículos traídos del exterior.
Otras dos situaciones flotaron en la nebulosa. ¿Cómo quedó moralmente con su familia el chofer que sirve a los delincuentes, presionado por su esposa y alerta ante los caprichos de la hija que desea renovar su celular? ¿Qué decir del auxiliar de cocina que ayuda a que la madre «luche» en la calle con lo que este trasiega en su centro de trabajo, suponemos al amparo del delincuente mayor? Y una más parece caída del cielo. Al último en ser detenido, lo descubren mediante el retrato hablado en poder de una patrulla y, en segundos, llegan autos a consumar el arresto, como si estuvieran al doblar de la esquina.
No digo que haya que desechar esquemas generales, ni dejar de cumplir con la función preventiva del programa (ir a las causas propiciatorias del delito), ni reformular Tras la huella para que no sea lo que es, sino que dentro de los códigos pautados repensar la escritura, potenciar caracteres, y remontar los tópicos visuales. Los telespectadores lo agradecerán.