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Apagones, conjuro y nostalgia

Un día, dentro de 25 o 30 años, los infantes de ahora contarán a sus hijos cómo fue vivir sin luz eléctrica durante buena parte de sus noches y sus días

Como a la inmensa mayoría de los cubanos, la ausencia de luz eléctrica me ha acompañado a lo largo de la vida.

La luz que manaba de la mecha alumbraba tímidamente tres pares de ojos expectantes. Clavados en mi rostro, buscaban adivinar si el conjuro funcionaría en verdad.

“Sámbili-ji, Sámbili-ja, tráeme la lucecita ya”, dije aquella primera vez en que me aventuré a la experiencia y, como por arte de una magia real (no la que me acababa de inventar para espantar la penumbra) se hizo la luz. Mis hijas y yo estallamos en alegría. Los aplausos y las risas despabilaron la casa toda, y también la de los abuelos, que colindaba con la nuestra. 

Desde entonces se volvió rutina, por demás casi diaria, que en las noches, luego de comer, invocáramos al “más allá” para que nos enviara la electricidad que en aquellos días de Período Especial escaseaba tanto. 

Muchas veces estiraba la palabra final, dando tiempo a que la realidad y la magia coincidieran, pero incluso así mi “Sámbili-ji Sámbili-ja” seguía sin responderme. Pero otras, las suficientes para que mi poder mantuviera su crédito, funcionaba. Con eso lograba conseguir, al menos, un poco de esperanza en que la luz, por más que se ausentara, con un golpe de fe y muchos deseos convertidos en fuerza, terminaba por regresar. 

A menudo aprovechábamos el apagón en algo útil: contar cuentos o cantar canciones, lo mismo acostadas en la cama que sentadas sobre un sillón, en la acera, para respirar el aire que soplaba entonces. Las niñas más pequeñas se quedaban dormidas en mis brazos, por turno, mientras la primogénita, que apenas rebasaba los ocho años, espantaba el sueño sobre un sofá y escuchaba a los mayores.

Lo peor de todo era cuando la noche avanzaba y tanto el padre como yo intentábamos echarles fresco y alejar los mosquitos a base de movimientos de periódicos. Cuando se nos caían de las manos, ya rendidos por el cansancio, debíamos reanudar la misión de asegurarles el sueño y, por lo tanto, sacrificar el nuestro. 

Como a la inmensa mayoría de los cubanos, la ausencia de luz eléctrica me ha acompañado a lo largo de la vida. La música y algo de mística en tales momentos, también. 

De niñas, mis hermanas y yo nos sentábamos en el portal de la casa y comenzábamos a cantar a coro canciones de la Década Prodigiosa, justo cuando esa década transcurría. Había algo muy hermoso en aquellas noches oscuras, y cuando regresaba la luz la magia se rompía. 

Desde entonces la oscuridad nocturna, si es forzada, me revuelve las ganas de cantar, aunque he de confesar que en el Período Especial cruento de la década de los 90, cuando cada día parecía más difícil que el anterior, viví la oscuridad de forma diferente. Nunca será lo mismo la visión de los padres a la de los hijos, aun tratándose de la misma experiencia. 

No tener corriente eléctrica en aquellos años era apenas uno de los males, y no el más agobiante. Lo verdaderamente apabullante eran las carencias, ni remotamente parecidas a las de ahora, por más que se les intente igualar.  

En tiempos de crisis mundial tras una pandemia, todavía acechados por las maquinaciones malévolas de quienes quieren mal a los que decidimos vivir en Cuba, en medio de una coyuntura también difícil, la luz eléctrica vuelve a ausentarse de nuestros hogares. 

No dejo de evocar aquellas otras coyunturas que he vivido. Juntas componen una especie de deja vu que se repite y se repite, y me pregunto si se repetirá por los siglos de los siglos, amén. Parece que es el sino de una Cuba donde cuando se vence una dificultad surge otra a la que plantarle cara y vencer. 

Marcel Eduardo, mi nieto mayor, me ha contado de sus apagones en otro barrio de Sancti Spíritus. De hecho, es a veces quien me avisa de ellos, porque nuestros circuitos coinciden y sus padres trabajan en la Empresa Eléctrica. Días atrás me habló del “mosquetero” que le puso su madre la madrugada anterior, cuando durmieron en el balcón de atrás. La luna le dio, y hasta le provocó un resfriado. Ya está pasando. 

Mi nieto, que aún no ha cumplido los cinco años, recordará estos días, probablemente, con cierta dosis de romanticismo, quizás con un dejo de nostalgia similar al que marca el recuerdo de mis tres hijas al evocar las penumbras nocturnas de aquel cruel Periodo Especial. Ninguna madre cubana de entonces ha podido borrar de su recuerdo aquel segmento negro de sus vidas, por más que se lo haya propuesto. Este trozo de realidad de hoy también va a pasar, presumo que sin marcas tan hondas como aquellas. 

Un día, dentro de 25 o 30 años, los infantes de ahora contarán a sus hijos cómo fue vivir sin luz eléctrica durante buena parte de sus noches y sus días. Y acaso, marcados por ese sino eterno de un país destinado a crecerse cada vez ante algo, invocarán alguna fuerza superior para que se haga la luz.

Tal vez uno o más pares de ojos los miren, a la luz de una mecha mojada en keroseno, esperando que funcione el conjuro, al estilo de aquel que me inventé tres décadas atrás: “Sámbili-ji, Sambili-ja, tráeme la lucecita ya”.

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