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Cuba, Haití, la ley Helms-Burton y el «delito de insumisión»

Haití fue la primera nación libre de América Latina y el Caribe, la primera nación del mundo moderno nacida de una revuelta de esclavos, y la segunda república más antigua del hemisferio occidental. El pueblo haitiano derrocó a los colonialistas franceses en 1804, abolió la esclavitud y declaró la independencia.

La Revolución Haitiana se convirtió en la peor pesadilla de todas las metrópolis coloniales con posesiones en el Caribe, el fantasma de Saint-Domingue les arrebató el sueño durante muchos años a los dueños de esclavos.

Las potencias imperiales le impusieron al novel Estado un riguroso bloqueo cultural, económico y político para impedir la expansión de su ejemplo.

Dos décadas después de proclamada la independencia, en 1825, buques de guerra franceses regresaron, bloquearon a la joven nación y emitieron un ultimátum: o pagan una indemnización o alístense para la guerra.

Un emisario del rey Carlos X entregó la demanda. Francia exigía el pago de las propiedades confiscadas por la Revolución Haitiana: 150 millones de francos oro, unos 21 000 millones de dólares hoy, pagadera en cinco cuotas.

La joven nación tenía que compensar a los plantadores franceses por las propiedades y los esclavos que habían perdido.

El 17 de abril de 1825, el presidente haitiano Jean-Pierre Boyer firmó la Real Ordenanza de Carlos X, que les prometía reconocimiento diplomático francés a cambio de un arancel del 50 % de reducción a las importaciones francesas y la canallesca indemnización.

Para Haití era una cifra imposible de pagar, dadas las condiciones de su economía, así que debía enfrentarse al bloqueo naval y a una guerra devastadora, pero los «generosos» colonialistas hicieron una propuesta «imposible de rechazar».

Un grupo de bancos franceses ofreció un préstamo a Haití para que pudiera pagar. El resultado fue una doble deuda que, sumada a los intereses, desangró a un pequeño país que demoró nada menos que ¡122 años! en pagar su «deuda de la independencia».

Para rematar, narra The New York Times, cuando el ejército estadounidense invadió Haití en el verano de 1915, un grupo de marines entró al banco nacional y robó unos 500 000 dólares en oro, dinero que días más tarde descansaba en una bóveda bancaria en Wall Street.

Estados Unidos, usando como pretexto el caos financiero y político que vivía la isla, la ocupó militarmente, dando continuidad a su política en la región. Haití quedó a cargo de un procónsul militar estadounidense.

Durante más de diez años, una cuarta parte de todos los ingresos de Haití se destinaron a pagar deudas al National City Bank, contraídas por el país gracias a la «ayuda del Gobierno estadounidense», según cita The Times.

OTRA ISLA SE ATREVE A DESAFIAR A LOS IMPERIOS

En enero de 1959, otra pequeña isla del Caribe, Cuba, que desafiaba al poder imperial estadounidense, se declaraba primer territorio libre de América y se atrevía a construir la primera nación socialista en el hemisferio.

El «delito de insumisión» cometido requería de la acción inmediata de la «superpotencia». Desde entonces, y sin resultados, todas las variantes de guerra se han utilizado contra la ínsula rebelde, entre ellas la económica.

Como parte esencial del plan de quebrantamiento del alma y posterior exterminio del pueblo cubano, se inventó un engendro conocido como Ley para la libertad y la solidaridad democrática cubana.

¿Qué similitudes pueden advertirse entre el plan que proponía este

engendro legal y el aplicado por los franceses contra Haití? Saltémonos algunos capítulos, igual de tenebrosos, de La ley Helms–Burton, como también es conocida.

Es preciso imaginarse dos escenarios hipotéticos, digamos que imposibles para los que tenemos fe en la capacidad de resistencia y valor de nuestro pueblo.

Primero: El enemigo imperialista y sus aliados, haciendo uso de su poderío militar, logran ocupar la mayor parte del país y establecer un gobierno de transición, luego de proclamar el fin de la Revolución.

Segundo: La desunión, el engaño, el desaliento sembrado por el enemigo, la traición, hacen que «dejemos caer la espada» como en 1878 –no se descarta un Baraguá–.

¿Tendríamos entonces elecciones «libres y democráticas»?  No, ese gobierno de tránsito, nombrado a dedo por las tropas intervencionistas, no puede convocar elecciones hasta que el Congreso de Estados Unidos no lo apruebe.

El Presidente estadounidense o su procónsul nombrado al efecto, debe elaborar cada seis meses un informe al Congreso sobre cómo marcha el proceso de transición en la Isla ocupada.

¿Cuánto durará ese proceso si establecen, cada seis meses, la necesidad de un informe? ¿Qué tiempo permanecerán en territorio nacional las tropas yanquis?

Respuesta para ambas preguntas: No se sabe (se recomienda leer el Plan Bush).

Al fin, después de quién sabe cuántos años, el Congreso de EE. UU. aprueba que se realicen elecciones. ¿Qué pasa con el bloqueo económico, comercial y financiero? ¿Acaso se levantó cuando se proclamó el fin de la Revolución?

No, no se levantó, ese no es el plan; se mantiene intacto durante la transición, como férreo mecanismo de presión.

Realizadas las elecciones en una Cuba sin Revolución en el poder, ocupada por los yanquis, tendríamos un Presidente y Gobierno al estilo y al gusto imperial. Preguntas insistentes: ¿Quitarán el bloqueo? ¿Finalizará la guerra económica? La respuesta es no, eso no es lo que establece el engendro.

El «Presidente» deberá certificar al Congreso que se han devuelto o pagado su valor a los «antiguos propietarios» estadounidenses, incluidos los cubanos convertidos después de 1959 en «cubanoamericanos», de todas y cada una de las propiedades nacionalizadas, intervenidas o decomisadas de acuerdo con las leyes revolucionarias apegadas al Derecho Internacional.

La «indemnización» o «compensación», según calcularon expertos estadounidenses en 1997, tendría un valor aproximado de 100 000 millones de dólares.

Para pagar los procesos, las indemnizaciones y las deudas, el imperio tiene la solución a mano: los gobiernos cubanos tendrían que recurrir a préstamos de bancos estadounidenses, del FMI, etc., que generarían intereses cada vez mayores y crearían una espiral inacabable de saqueo.

Los cubanos, al igual que años atrás los haitianos, tardaríamos décadas en saldar una deuda casi impagable, pues ¿cómo podría pagarla un país arrasado, esquilmado, empobrecido por la guerra y la ocupación, un país que habría perdido a una buena parte de sus hijos en edad de trabajar y producir? Sí, porque claro ha de quedar que no podrían ocuparnos sin que defendamos cada palmo de territorio patrio.

Quedaríamos en manos de garroteros dispuestos a «chupar» hasta la última gota de la riqueza nacional.

Thomas Piketty, uno de los economistas consultados por The New York Times en su trabajo sobre Haití, se refirió a esta política como un «neocolonialismo por deuda».

El «delito de insumisión» es el mayor «pecado» que un pueblo puede cometer. Los imperios no perdonan jamás a los rebeldes. Un insumiso deja una simiente que puede retoñar muchas generaciones después.

La Revolución Haitiana fue un semillero de revoluciones. Nada pudo el castigo, ni la saña colonial, e inspirados en su ejemplo se alzó nuestra América por su independencia, una y otra vez, incansables como los bravos guerreros que derrotaron a los mejores generales de Napoleón, nacido el siglo XIX.

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