Es un video de hace muchos años: tres hombres en pantalla gritan consignas a favor del proceso revolucionario cubano. Uno de ellos, enardecido, exclama: “¡Abajo el imperialismo!”; luego: “¡Abajo la contrarrevolución!”. Toma entonces fuerzas para cerrar con broche de oro: “¡Abajo los derechos humanos!”.
El video es real, aquello sucedió. Y no porque aquel hombre estuviera en contra de los derechos humanos, sino porque durante mucho tiempo en nuestro país aquel término había sido patrimonio exclusivo de los enemigos del socialismo. Ser “activista por los derechos humanos” era prácticamente un eufemismo que escondía una agenda política marcadamente antigubernamental. Así que para aquella persona resultaba orgánico y coherente el rechazo a todo lo que se alzara con esa bandera.
El tiempo probó que era un absurdo rechazar una categoría o un concepto por el uso que le dieran nuestros adversarios políticos.
¿Cuántos países del mundo podían enorgullecerse de haber hecho tanto por los derechos humanos como Cuba? ¿Qué eran el acceso universal a la salud y a la educación, la tranquilidad ciudadana y la seguridad social sino garantías para el ejercicio de esos derechos?
Lo lógico no era condenar el término, sino apropiarse de él, desde nuestra idiosincrasia y con nuestra perspectiva, que no tienen que coincidir o asemejarse a las de otros.
Algo similar sucede (y hasta cierto punto, sigue sucediendo) con otra categoría usada y abusada por los enemigos de la Revolución.
Durante muchos años, la “sociedad civil” fungió como eufemismo para la contrarrevolución: para estar en ella era requisito indispensable no guardar ni el más mínimo ápice de empatía hacia el Gobierno o hacia el sistema institucional de la Revolución. Solo los más acérrimos detractores del socialismo y del Estado eran validados para integrar esa selecta grey.
Ese fenómeno condujo a prejuicios. Nos dejamos imbuir del sentido común liberal, que maneja un concepto antagónico de la sociedad civil para con el sistema político, y condenamos no solo a sus supuestos “voceros”, sino también al uso doctrinal de esa categoría.
Le regalamos a la reacción ese estatus y ese espacio en eventos internacionales e intercambios académicos. Pero el tiempo, el implacable, el que pasó, puso las cosas en su lugar.
Como con los derechos humanos, lo más lógico no es repudiar el uso del término sino metabolizarlo en función de las características propias de nuestro modelo socioeconómico.
Sí, en Cuba hay un sector de la sociedad civil que reproduce de manera artificial u orgánica los peores valores surgidos en la forja de nuestra identidad nacional, ya sea por mandato expreso, por financiamiento indirecto o por identificación con las corrientes más reaccionarias del pensamiento político cubano.
Hay un sector de la sociedad civil que es caja de resonancia del anexionismo, del entreguismo, de la apología del capitalismo, de la homofobia, del racismo, del desdén burgués hacia la clase trabajadora.
Pero esa no es toda la sociedad civil cubana. Hay un sector, mayoritario (pésele a quien le pese), que ha hecho suya la causa del socialismo; que defiende los dos valores fundamentales de la cubanía, la justicia social y la soberanía popular; que coopera de manera armónica con las instituciones y las organizaciones políticas, sin hacer del disenso necesario una excusa para fragmentar la unidad.
A ese heterogéneo sector de la sociedad civil, socialista y patriota, martiano y fidelista, que propugna el orden constitucional que nos dimos como pueblo, se le negó su participación en la más reciente Cumbre de las Américas.
Que nuestros enemigos nieguen su existencia, que lo intenten excluir, es el mejor argumento para no dejarnos arrebatar esa bandera. ¿Sociedad civil en Cuba? Sí, por supuesto, es un espacio más de la Revolución y de la democracia que seguimos construyendo y perfeccionando en nuestro país, un espacio más para la lucha ideológica y la conquista cotidiana de la hegemonía socialista.
(Tomado de Granma)