Después del desayuno y los buenos deseos del personal del hostal nos despedimos y esperamos afuera por el taxi, que ya estaba coordinado para que nos moviera por Nicaragua hasta la frontera. Por la experiencia anterior, salimos quince minutos antes previendo que se marchara si no nos encontraba. No quisimos alejarnos mucho de la entrada por temor a ser asaltadas. El taxi llegó puntual y dentro venía una señora con su joven hijo, quienes se convirtieron en nuestros compañeros de viaje por casi todo el trayecto.
El día entero lo pasamos viajando por el país. El mejor recuerdo que tengo de ese trayecto es el de un paisaje rural con muchas montañas a ambos lados. A pesar de lo apartado, las carreteras se observaban en muy buen estado. Paramos solo dos veces ese día. La primera, para almorzar en un cuchitril pequeño. Allí no tuvimos que pagar, todo fue por cuenta de los que coordinaban el viaje. En el lugar coincidimos con otro taxi, idéntico al nuestro, donde venían cuatro compatriotas más.
La segunda parada fue en una gasolinera, para reabastecernos de combustible y comprar refrescos y galletas. Como en Nicaragua no se usa mascarilla, el taxista recomendó que nos la quitáramos para no llamar la atención. En las tiendas y lugares públicos sí es de uso obligatorio. En cada parada nos sorprendía la gran variedad de productos en exhibición, a pesar de que eran zonas rurales y empobrecidas.
Supimos que nuestros compañeros de travesía venían de una provincia del centro de Cuba, como muchos de los que fuimos encontrando a lo largo del camino. Fue curioso descubrir que había muy pocos habaneros.
Al caer la noche, y sin previo aviso, el taxi se detuvo y el conductor ordenó que montáramos en una camioneta que estaba parqueada delante. En aquel momento recordé las palabras de un amigo que había realizado el viaje algunos días antes: «En esta historia los cubanos somos la mercancía, la carga por carretera, y ellos la base de transporte y nos van pasando de camión en camión».
En la oscuridad no se veía nada. Sin embargo, algunas leves luces indicaban que varios taxis habían coincidido en ese punto. A todos nos ordenaron abordar la camioneta. Recogimos las mochilas y subimos rápidamente en la parte de atrás. Tuvimos que apretarnos mucho para caber en el pequeño transporte y llegar a la primera casa de seguridad, desde donde cruzaríamos hacia Honduras.
La vivienda era muy humilde. No tenía portal, solo una sala amplia y dos cuartos, uno con una cama grande y baño y otro con dos camas y dos colchonetas en el piso. En los cuartos colocaron a las mujeres; los hombres durmieron en colchonetas. Éramos en total quince personas, porque en el asiento delantero de la camioneta venían dos mujeres más.
Pueblo nicaragüense.
Al día siguiente empezamos a explorar el lugar. Parecía una zona del campo cubano, un pueblito muy humilde con caminos de tierra, casas de ladrillo o bloque sin repello, y techos de planchas de metal. Los caminos carecían de asfalto, pero se veían muchas motocicletas de varios modelos y alguna que otra camioneta. En cada casa había, como mínimo, un trasporte. Fue chocante ver lo humilde de las casas y del poblado y tantas motos de gasolina de marcas reconocidas. Mi hija preguntó si no había motos eléctricas y tuvimos la impresión de que muchos no sabían qué cosa era aquello.
Había varias tiendecitas, algunas eran sencillos espacios dentro de las viviendas destinados a la venta de los productos más variados: medicinas para la digestión, para la gripe, para dolores o para fiebres. Vendían además tenis, chancletas, cuadernos escolares, cigarros, refrescos, galletas de varios tipos, chocolates, jugos y frutas naturales. En fin, todo lo que desde hace mucho tiempo está vedado para el cubano de a pie. La primera vez que fui a la más cercana, ubicada a menos de sesenta metros de nuestra casa, escuché a un muchacho flaco y bajito decir «¡Coño, chama, mira pa′ esto. Hasta libretas para los niños hay aquí!»
El guía dijo que debíamos quedarnos en ese lugar por dos noches. A la mañana siguiente llegaron dos muchachas y un joven que iban a cruzar con nuestro grupo. Ya no seríamos quince. Durante el trayecto nos identificaban por el número de personas a trasladar. Al principio fuimos los quince, luego los dieciocho, los veintinueve o los cuarenta y uno. Otras veces solo éramos los ocho que hicimos la travesía juntos.
El día transcurría bastante rápido, entre la cola para bañarnos y las visitas a cuanta tiendecita descubría alguien, a pesar de que queríamos seguir viaje lo antes posible.
Cruzar a Honduras fue fácil, lo difícil llegó después. Por la mañana, tras el desayuno, nos montaron de nuevo en la camioneta por unos pocos minutos, luego debimos esperar en un sembrado a que dieran la orden de cruzar hasta una carretera al pie de una montaña.
Enseguida llegó un bus amarillo, igual al de los escolares norteamericanos, al cual subimos temerosas, bajo la mirada de gente sencilla que observaba cómo un grupo de dieciocho raros abordaba rápidamente y en absoluto silencio al transporte.
El coyote que nos debía pasar al otro lado, había advertido la noche anterior que ese trayecto resultaba un ochenta por ciento seguro, pero que aunque ellos lo tenían todo estudiado siempre podía surgir algún imprevisto. Además, nos dio instrucciones de cómo proceder en ese caso. Nos tocaría entrar en el veinte por ciento de la funesta estadística.
No puedo precisar si transcurrieron cinco o diez minutos cuando de pronto el bus se detuvo y subieron unos militares que pidieron las identificaciones. Bajaron a todos los de pasaporte azul, los cubanos que habíamos acabado de subir y cinco venezolanos que ya estaban ahí. Desde la calle pudimos observar con angustia que la camioneta continuaba la marcha sin nosotros.
Esa fue la primera vez que vimos hombres con armas largas, como si estuviésemos en medio de un territorio en guerra. Para todos los cubanos eso fue un shock ya que jamás habíamos percibido algo similar. Nos retiraron los pasaportes y pidieron que nos pusiéramos en fila, unos al lado de otros, para una foto grupal. Pasamos a ser un número más en las estadísticas de indocumentados que entran a Honduras para seguir camino.
El grupo esperando el bus.
Dijeron que eso era un delito grave y les explicamos que nos dirigíamos al pueblo donde se otorgaba el salvoconducto del gobierno hondureño para atravesar el país y continuar viaje al Norte. Creo se llamaba Danly o Danlí ese pueblo. En ese momento de tensión a nadie se le ocurrió ofrecer dinero a la policía, ni ellos hicieron nada que nos diera la confianza de intentar el arreglo.
No les importaron nuestras razones e hicieron que marcháramos por un camino perpendicular a la carretera, que bordeaba un barranco tenebroso. Tuvimos que hacerlo unos detrás de otros. Después de una corta caminata devolvieron los pasaportes y nos indicaron doblar y caminar por un estrecho camino de tierra, paralelo a la carretera unos cien metros. Al finalizar el mismo estábamos devueltos a Nicaragua.
En ese tramo nadie abrió la boca, pero después, al comentar el incidente, comprendimos que varios íbamos pensando que nos podían matar y ni siquiera necesitarían sepultarnos. Absolutamente nadie sabía de nuestra existencia por esos parajes.
Continuamos caminando en silencio, por unos trillos que hacíamos al pasar entre arbustos de café recién cosechados. El fango era terrible, ya que la noche anterior había caído un aguacero tan fuerte que incluso llegamos a pensar que no iban a cruzarnos hacia Honduras.
De nuevo la montaña quedaba a la derecha y a la izquierda, el barranco. Arrancamos bien, pero al poco tiempo empezamos a resbalar y caímos unos detrás de otros. En la primera caída me golpeé la rodilla, que ya venía lesionada, y me pegué duro en el codo y en el hombro derecho al tratar instintivamente de amortiguar el golpe. El sufrimiento no podía ser mayor.
Deambulamos entre los arbustos sin ruta definida. Lo mismo había que subir un desnivel de un metro, cruzar un riachuelo, que bajar una distancia similar, siempre entre arbustos mojados. Pronto nos fuimos quedando rezagadas, ya que los más jóvenes iban a la cabeza y resbalaban menos. Por suerte el más flaco del grupo, al que apodé el grillo, nos ayudaba en los tramos más difíciles dándonos la mano o cargando nuestras mochilas. No a todos los hombres les importábamos por igual.
Anduvimos tres horas por esos caminos inciertos, hasta que finalmente, al llegar a un desnivel del terreno, terminamos tirándonos voluntariamente al fango para, al deslizarnos, cubrir la diferencia de altura sin lastimar más nuestros cuerpos, que ya no aguantaban la carga de humedad y fango en aquel paraje en medio de la nada.