No hay que escarbar demasiado en la envoltura de El espía, miniserie transmitida por Multivisión en el espacio dominical Alto impacto, para observar un flagrante acto de propaganda destinado a lavar la cara del sionismo depredador, criminalizar y ridiculizar a los pueblos árabes, y justificar el expansionismo israelí en el Medio Oriente.
Producción franco-israelí de 2019, coescrita y dirigida por Gideon Raff, el creador de la serie que dio pie a Homeland, y lanzada a los cuatro vientos por Netflix, cuenta la versión heroica del espía Eli Cohen, que bajo el nombre de Kamel Amin Thaabet se hizo pasar por árabe y penetró las altas esferas del poder en Siria en los primeros años 60, hasta que, una vez descubierto, fue ejecutado públicamente en una céntrica plaza de Damasco.
En lugar de heroica debí decir mítica, puesto que todo está diseñado para la mitificación del protagonista: su irrefrenable vocación de servir a la principal agencia de inteligencia de su país, los duros sacrificios, incluyendo grandes dudas morales sobre su lugar en la familia, que afrontó la legitimación de sus acciones contra el estado sirio y la causa palestina, y la victimización de su memoria por parte de las autoridades del país que lo condenó, al no acceder a la devolución de sus restos mortales.
Nunca una creación en el campo de la ficción será una copia exacta de la realidad, pero hay quienes se han dado cuenta de ciertas alteraciones en la trama que favorecen la imagen de Cohen/Kamel entre ellas su veteranía como espía en sus días de juventud en Egipto, el desfase de un año entre su estancia en Argentina y la del futuro presidente sirio Amin el Hafez (quien, por cierto, no asistió al ahorcamiento de Cohen), y la nunca probada relación directa entre el Jefe del Estado Mayor del Ejército y el espía –la serie lo muestra participando en una orgía gigantesca en casa de este– cuando en verdad era uno de su sobrinos el acólito del Cohen.
El afán propagandístico se apuntala con la selección del actor británico Sacha Baron Cohen, un comediante de altura que incursiona en un papel «serio». Algo también le sacó a la serie, dado que aparece entre los productores.
Cierta crítica habla de buena factura, valoración que se desmorona ante las rocambolescas secuencias del espía en Buenos Aires y en la frontera sirio-israelí, o ante el manifiesto maniqueísmo, el diablo en persona, con que se presenta al jefe de la inteligencia siria, pobrísima actuación del británico Alexander Siddig, más pobre aún que en el papel de Doran, en Juego de tronos. Patética es también, por supuesto, la imagen del ejército sirio, meras caricaturas amaestradas. Y sumamente burdo el uso del gris para acentuar el estoicismo de la familia y los jefes de Cohen en Tel Aviv, y los vivos colores para reflejar su vida en el espionaje.
Quizá el único rasgo de honestidad de la serie haya sido llamar a Cohen por lo que fue, un espía. En Israel se le nombra a él y a otros de su especie «guerreros secretos». El Mossad ordena y manda y los Cohen llevan a cabo misiones criminales como el asesinato selectivo de militares y científicos árabes y persas.
A los telespectadores les reitero un concepto que en ocasión de Homeland suscribí. No hay que confundir al pueblo israelí con el sionismo, como tampoco debemos inhibirnos de enjuiciar críticamente una producción como esta para no ser tildados de antisemitas. Con la verdad por delante, el telespectador se fortalece.