El planeta de noche. Como el de las grandes ciudades dominadas por altos rascacielos como espejos iluminados que hace a un niño, y hasta a un adulto, pensar o exclamar: “¡Qué maravilla!”, así debe de ser el espectáculo de la Tierra nocturna vista desde el espacio… Núcleos de luz y cauces de luces que se expanden en torno a esos núcleos como mapas neuronales. Ahí ha florecido nuestra civilización, es el sitio donde se concentraron y llegaron tan lejos, sin parecer tener límite, nuestro conocimiento, el pensamiento abstracto, creativo y filosófico, la cultura, la ciencia, la industria y la tecnología, la innovación, la vida cotidiana y la historia de la mayoría de la humanidad…
La luz nos atrae hace milenios, desde que nuestros antepasados domesticaron el fuego y les dio calor. Y desde mucho antes, cuando en las noches no había luz alrededor y el cielo era un mar de luces titilantes, y cuando llegaba la luz cálida y protectora del día. La luz es energía, nos libraba del frío y de la oscuridad. Y por las ganancias de la evolución, por nuestra capacidad de responder consciente y creativamente a los retos y necesidades que nos imponía la realidad, aprendimos a hacer nuestra propia luz.
Teníamos la inteligencia, el pensamiento, sistemas de signos para comunicarnos, la imaginación, las estructuras y la organización social (y la noción del poder, las clases, los señoríos e Imperios y potencias, las conquistas de la naturaleza y tierras y otros, las ideas y hasta teorías que mostraban que hay unos por encima de otros, e incluso otros que ni siquiera son).
Nos convertimos en una especie única, por encima de los más de ocho millones de especies que habitan el planeta. O eso llegamos a creer (hoy son muchas las razones que nos dicen que no es así). Aprendimos a domesticar la naturaleza, desentrañar y emplear la química y la física y la biología; inventar, fabricar y reproducir en serie objetos y máquinas para suplir lo que no alcanzaba a hacer nuestra anatomía: desde la comunicación en todas sus variantes al conocimiento del mundo y la movilidad.
¡Llegamos más alto que cualquier otra especie terrestre, más allá de la atmósfera que protege al planeta! ¡Fabricamos de todo, hoy no hay casi nada que no podamos hacer! Si expusiéramos los utensilios, máquinas, ingenios, cosas pequeñas y grandes que hemos usado y usamos como civilización en la vida cotidiana (las cosas imprescindibles y las tantas superfluas), quizá no bastaría el espacio del Louvre, el Hermitage y el Smithsonian juntos.
Y en ese camino civilizatorio colectivo (colectivo aunque unos han tenido más y otros menos, unos casi nada, muchos han debido estar abajo para que pocos se mantengan encima) encontramos los combustibles fósiles (el petróleo, el gas natural y el carbón formados durante millones de años bajo la tierra, también por esas maravillas de la historia natural del planeta). Fue un punto de inflexión. Ascendimos.
Nos convertimos en una especie, una civilización, cuyo desarrollo (industrial, cultural, tecnológico, social) depende en una proporción apabullante del consumo excesivo y continuo de recursos naturales (madera, tierra, otras especies, agua…) y combustibles fósiles. Consumimos ingentes cantidades de energía para crear, fabricar, transportarnos, alimentarnos, divertirnos, comunicarnos, pelearnos y matarnos… No importa que sea en el entorno digital o el real: consumimos masivamente energía y el 80% de esa energía sigue proviniendo hoy de los combustibles fósiles. Y, basta decirlo en una frase, porque los datos y advertencias abundan en noticieros y en internet y ya en nuestra retina cotidiana, ese consumo, entre otros efectos nocivos, ha hecho que el planeta se caliente a un ritmo mayor que el natural, aceleradamente. Por eso hablamos de cambio climático antropogénico.
De aquel planeta de geografía ancha y ajena, casi infinita, que comenzó a llenarse de rutas por las que se trasladaban conquistas y poderes, mercancías y cultura y conocimiento, pasamos por el mundializado desde el siglo XVI tras el cruce atlántico de Colón y la circunnavegación al globalizado por etapas poco después y arribamos a este del siglo XXI, el del Antropoceno declarado, en el que –además de romper la estabilidad climática del Holoceno, por la que floreció la vida (incluida la civilización humana) durante los últimos casi 12 000 años–, el peso del conjunto de todo lo construido por la humanidad (aunque somos apenas el 0.01% de los organismos vivientes en la Tierra) superó al de todos los organismos vivos del planeta (1.2 billones de toneladas de la biosfera: peces y animales terrestres, aves, microorganismos, árboles, sin incluir el agua), según conocimos en 2020.
El planeta es finito. Hace tiempo es una verdad incontrastable. No solo porque es único y de un espacio limitado, esa “canica azul” que una fotografía tomada desde la órbita terrestre permitió apreciar por primera vez en su plenitud a inicios de la década de 1970, sino que hemos rebasado su capacidad natural de regeneración de recursos y estamos al borde de generar una ruptura en el balance o interconexión sistémica que lo sustenta (los “puntos de inflexión” sobre los que continuamente alertan los científicos, y hasta los adolescentes).
La historia de la Tierra se remonta a unos 4 600 millones de años. Si partimos desde que apareciera el Homo Sapiens Sapiens u hombre moderno, hace 130 000 años, hemos vivido en ella el 0.003% de ese tiempo; desde que comenzó hace unos 200 años la Revolución Industrial, el 0.00000004%, y el 0.00000003% si tomamos en cuenta la era del petróleo, más pronunciadamente desde la segunda mitad del siglo XX.
Entre ese ínfimo 0.00000004% y 0.00000003% de un tiempo terrestre de 4 600 millones de años, hemos desencadenado lo que muchos científicos consideran la sexta extinción masiva de vida en la dilatada historia de este mundo; hemos consumido indiscriminadamente sus recursos, recalentado su atmósfera y sus mares a un paso que no puede soportar el sistema natural, contaminado sus ecosistemas al punto de que el 90% de los humanos respiran hoy aire contaminado y los desechos tóxicos de nuestra actividad se han insertado en la cadena alimentaria.
Para sostener nuestros estilos de vida como civilización (nunca es demasiado insistir en que unos lo hacen más que otros, unos consumen más recursos y hasta casi 20 veces energía que otros, y muchos no tienen más opción que consumir recursos naturales como sola opción de supervivencia), estamos consumiendo el equivalente a 1.6 planetas Tierra.
A lo largo del siglo XX y lo que va del XXI, la evolución estadística lineal, constante, ha sido de cada vez mayor población, cada vez mayor contaminación y concentración de CO2 en la atmósfera y más calentamiento global, y cada vez menos recursos naturales y menos áreas naturales disponibles. Hoy somos unos 8 000 millones, seremos casi 10 000 millones en 2050 y 11 000 millones en 2100. Hay que revertir la ecuación. Hemos exprimido y empequeñecido el planeta, desajustado y puesto en tensión su funcionamiento sistémico… Pero es finito, y su capacidad de absorción y generación no es eterna.
Este no es un texto científico, ni histórico, ni especializado. Muchas veces, los periodistas somos seres totalmente desconocedores que nos inmiscuimos en cuestiones que rebasan nuestro entendimiento. Pero como cualquier persona en el mundo, a veces sacamos conclusiones. Hay un antiguo proverbio, “el hombre es el mismo animal que tropieza dos veces en la misma piedra”, al que pudiera agregarse: “Y tropieza en la misma piedra aunque se le diga que ahí está la piedra”.
Desde los años ochenta, e incluso antes, han aumentado las advertencias científicas, cada vez en tono más elevado. Y más evidencias (desde datos hasta hechos irrefutables, tan claros que son apreciables a simple vista tanto por un experto como por un niño de primaria). Décadas se han perdido en negociar, consensuar, implementar un sistema de relaciones, prácticas, regulaciones e incentivos global, que articulara a Gobiernos, comunidades, ciudadano común (consumidor) y empresas. Porque la crisis es global.
Hay quienes la ven como una amenaza a la seguridad nacional. Pero es una amenaza a la vida y a la seguridad global.
Por estos días, en la conferencia Estocolmo+50, el secretario general de la ONU decía que el “bienestar mundial está en peligro” y se hablaba de la triple crisis (el clima, la naturaleza y la contaminación), pero es más que eso: porque es una crisis sistémica, política, del multilateralismo, de las relaciones internacionales, de las concepciones de producción y de crecimiento económico (el PIB y el crecimiento continuo a expensas de la naturaleza), de modos de vida y de consumo en relación con el mercado (que es lo que gobierna el mundo hoy, si hay algo que lo gobierne), de ética y de replanteamiento profundo de nuestra posición en el mundo natural, más que de nuestra relación con la naturaleza. Porque no estamos en un sitio y la naturaleza en otro. Es el mismo espacio. Somos parte de ella, vivamos en una aldea en medio de la selva o en el centro de una ciudad.
Es una crisis del modelo económico, basado en el consumo cada vez mayor (pensemos en la obsolescencia programada, en la paradoja de Jevons, en el modelo de cualquier cosa que “hay que” actualizar cada uno o dos años, en “estar a la moda”, en “tener todo” según dicta el impulso inducido por el bombardeo mediático de lo que es “vivir bien” y “tener lo que hace falta”) y en un orden que colocó a unos como proveedores de recursos naturales y a otros como manufactureros y propietarios de tecnología y capital.
Más de la mitad de los pobres del mundo viven en países ricos en recursos naturales. Son los países excolonias, históricamente desarticulados y reducidos al extractivismo. La asistencia al desarrollo, que debería ser reparación histórica, es insuficiente y debe ser escalada en un concepto de responsabilidad compartida: porque para hacer sostenible el desarrollo al que tienen derecho esos postergados, los que alcanzaron el desarrollo con base en esos recursos, en una importante huella material y con importantes emisiones de CO2 –y lo siguen sosteniendo así (ver el Índice de Desarrollo Humano del PNUD y el término IDHP, Índice de Desarrollo Humano ajustado por las presiones planetarias)–, se necesita un nuevo enfoque que promueve el desarrollo endógeno. Es un solo planeta, hay que ajustar las cuentas a nivel global, hallar un balance.
Parecerá utopía, o, más aun, algo descabellado. Pero este no es un texto científico ni económico. También parecerá descabellado pensar que el gasto militar mundial (unas 10 veces superior que la ayuda al Tercer Mundo) se dedique totalmente a promover y expandir tecnologías verdes; que, como ha sucedido con los presupuestos militares a raíz de la guerra ruso-ucraniana, o incluso antes, la próxima vez que haya una cumbre ambiental o publique el IPCC uno de sus apremiantes informes sobre cambio climático, los Estados con poder para ello reaccionen con igual premura y siembren en sus constituciones o aprueben leyes para dedicar cientos de miles de millones de dólares a políticas y acciones medioambientales concretas; que en aquellas naciones con sistemas públicos de transporte suficientes, se desechen los autos a combustión o se cambien por autos eléctricos; que renuncien al avión quienes pueden viajar en tren, aunque deban ajustar sus tiempos; que modifiquen sus hábitos alimentarios quienes pueden modificarlos y se ejerza así menos presión sobre la agricultura y las selvas que se talan para expandir tierras agrícolas y ganaderas; que no se talen más bosques tropicales para plantaciones de palma de aceite o para plantar “bosques” de monocultivo destinados a producir papel (o a hacer greenwashing) y no sustituyen la selva destruida…
Como el mar, la selva necesita la biodiversidad, tanto de especies animales como arbóreas. Es un sistema vivo. También lo es el mar es un sistema en el que cada especie juega un papel dentro de un todo, desde los grandes peces al plancton y los corales: secuestra CO2, emite oxígeno, absorbe calor de la atmósfera, provee de alimento y empleo a millones de personas. La selva tropical crea su suelo, sus barreras biológicas, su lluvia, es un reservorio natural de humedad y sus árboles y su suelo secuestran CO2, como lo ha hecho el mar. La Amazonia parece un milagro: si el río Amazonas, el más caudaloso del mundo, aporta 17 000 millones de toneladas de agua al océano cada día, en ese lapso el bosque amazónico libera a la atmósfera una humedad equivalente a 20 000 millones de toneladas de agua, que no solo cae en la propia región sino que viaja miles de kilómetros y aporta lluvia a amplias zonas de Sudamérica. Son los famosos “ríos voladores”.
Todo eso está en peligro. La Amazonia, a los ritmos actuales de deforestación, va camino de convertirse en sabana y en emisora de CO2, como otras selvas tropicales que han perdido paulatinamente en las últimas décadas su capacidad de absorber el gas y, al contrario, lo emiten. Cada vez que hay un fuego forestal, frecuentes en los últimos años y (en el caso de la selva tropical) provocados por el hombre, la selva se convierte en un emisor neto de CO2. Se acentúa el ciclo del calentamiento. Los glaciares de Groenlandia (el 20% del agua fresca mundial) están perdiendo masa, contribuyen a la elevación del nivel del mar. El Ártico está perdiendo volumen de hielo, que ya no refleja como antes la energía solar: los vacíos de hielo abren espacio al mar de color oscuro, que absorbe más calor y acelera el deshielo. El exceso de agua dulce del hielo podría afectar las corrientes marinas que moderan la temperatura, por ejemplo, en Europa… La elevación del mar, además de forzar el desplazamiento de millones de personas (alrededor del 70% de la población mundial vive en llanuras costeras, una decena de las 15 mayores urbes del mundo están en línea costera o junto a estuarios), comprometería los acuíferos de agua dulce tierra adentro, de los que dependen grandes poblaciones. El excesivo consumo y el cambio climático alteran el volumen de agua de los ríos; junto a las sequías, provocan perjuicios en la agricultura y la vida de los seres humanos que dependen de esos recursos. El deshielo del permafrost o suelo congelado del Ártico liberará grandes volúmenes de gas metano, otro gas que acelera el calentamiento, de menor permanencia en la atmósfera pero decenas de veces más potente que el CO2.
Todo está interconectado en la Tierra, es una de las condiciones y garantías para la vida en el planeta. Relaciones causa-efecto, y consecuencias. Es un problema de seguridad global.
Los escenarios producto del cambio climático exacerbado –y muchos científicos vaticinan que al ritmo actual de emisiones e incumplimientos vamos camino a un aumento de +3 ºC en las próximas décadas (el secretario general de la ONU se quejaba en abril pasado de que Gobiernos y empresas mienten sobre sus compromisos contra el cambio climático: “Algunos líderes gubernamentales y empresariales dicen una cosa, pero hacen otra. En pocas palabras, mienten. Y los resultados serán catastróficos”, dijo– van desde zonas del planeta donde habrá temperaturas letales varios días del año, hasta mayores periodos de sequía y olas de calor más probables, crisis en la agricultura y la producción de alimentos, graves efectos en la salud y en los sistemas sanitarios… Todo agravado porque seremos más seres humanos en el planeta. Es un problema de supervivencia.
La vida no será como la conocemos hoy. Muchas especies que hoy conocemos no estarán. Muchas de las guerras de hoy tienen los recursos naturales entre sus causas, quizá sean más en ese futuro. Los movimientos migratorios de hoy son una ínfima muestra de lo que podría ser, quizá los Gobiernos de los países menos golpeados los vean como un problema de alta seguridad nacional. La pandemia ha sido un “ejercicio”, piloto, a muy pequeña escala, de lo que podría ser un mundo así en términos de pérdidas económicas y humanas, de disrupción social y en las cadenas de suministros. Sufrirán más los vulnerables y los postergados históricamente, pero todos perderán. Hacia ese futuro, del que poco sabemos, van los niños de hoy. El planeta ha vivido glaciaciones, calentamientos, cataclismos, cinco extinciones masivas… Se adaptará, tomará las riendas. Con él, deberá adaptarse la especie humana.
Lo que tardamos en invertir para una transición verde ordenada desde inicios de milenio –hoy se mantienen los subsidios e inversiones en el sector de los combustibles fósiles y prácticas tan contaminantes en todas direcciones como el fracking y la prospección en arenas bituminosas, seguimos talando extensivamente selva tropical que es un ecosistema difícilmente sustituible–, lo que se llama “mitigación”, quizá sea necesario multiplicarlo varias veces en décadas próximas en medidas emergentes de adaptación. Porque hace años conocemos el problema, sabemos lo que se debe hacer y contamos con la tecnología para irlo haciendo. Hemos perdido tiempo. ¿Por presiones económicas y políticas? ¿Presiones del mercado? ¿Porque los procesos y el consenso y los cambios de modelo toman tiempo? ¿Porque hay la secreta esperanza en que, de pronto, una tecnología milagrosa o un portento de geoingeniería detendrá el problema o lo aliviará, o en que, al ritmo actual, igual alcanzaremos el cero neto hacia 2050?
Hoy, las advertencias y alertas siguen sonando más alto que las soluciones y los pasos adelante. Porque el cambio que se necesita es global y profundo, casi drástico. Hay que cambiar profundamente la matriz energética, el modo productivo y de vida de la civilización humana, y empezar a hacerlo, en todos los frentes, con todos los aportes y medios posibles, donde mayores sean las posibilidades de financiamiento y tecnología.
Aun en medio de la emergencia, de la alarma, los científicos afirman que aún hay tiempo. Hay que ser optimistas en que podremos cambiar las cosas, y confiar en la resiliencia de la naturaleza.
El planeta (nuestro único planeta) de noche. La mayor marte de la composición está en sombras. Los mares, las selvas tropicales o ecuatoriales, bosque boreal, el Ártico y Groenlandia, la Antártida…
Ahí está el balance, las ruedas del reloj planetario que mantienen andando el mecanismo cuya estabilidad está amenazada hoy. Hay que salvar esas zonas para que podamos seguir viviendo en las zonas con luz, pero cada vez más sosteniblemente y teniendo muy presente que no se trata de nosotros contra la naturaleza, ni siquiera de nosotros y la naturaleza, sino de nosotros (en la naturaleza).