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Nos vamos a Lawton

Lawton. Foto: Luis Enrique González Muñoz

Se hablaba del barrio de Lawton. En realidad no lo era, sino un reparto perteneciente al barrio de Arroyo Apolo, una de las 43 barriadas en que se dividía la capital, que fue un solo municipio. La referencia más antigua acera de esa localidad se remonta a 1859 cuando don Lázaro Ferrer y Herrera proyectó dividir en solares la finca San Pedro Apóstol, en Jesús del Monte. De ahí que en sus años iniciales Lawton no fue Lawton, sino Ferrer. Reparto Ferrer, y allí se edificó sin la precaución de dejar espacio a las calles que saldrían a la Calzada. Las primeras que lo hicieron, ya en 1860, fueron Milagros y Santa Catalina y por la misma época Ferrer cedió al Ayuntamiento, para usos públicos, el área  de 10 000 metros cuadrados comprendida entre las calles Milagros, Santa Catalina, Armas y Séptima –que a partir de 1912 sería  Porvenir—donde se construirá el parque Buttari. 

Sucede sin embargo algo extraño. El 21 de abril de 1864, Ferrar presenta al Ayuntamiento toda la documentación necesaria para la nueva urbanización. Ese expediente desaparece, y no es hasta octubre de 1905 cuando el arquitecto municipal informa que, en 1900, el plano del reparto había sido nuevamente ratificado por el ingeniero jefe de la ciudad, lo que se certifica en un documento expedido a favor de Guillermo Lawton. A partir de ahí el reparto se llamara indistintamente Lawton o Ferrer hasta que este último nombre desaparece. 

El cronista tiene registradas las cuatro ampliaciones que sufrió la urbanización hasta 1919. Es posible que después sufriera otras. La primera –enero,1912–  comprendió la estancia  Cruz del Timón, llamada también Loma del Timón, El Timón o La Mambisa con la prolongación  de las calles de la urbanización original, con lo que vías  como San Anastasio, Lawton, Armas, Dolores, Concepción, San Francisco, Milagros y Santa Catalina se les dio un a anchura de 13,568 metros; 14 metros a Octava, Novena y Lagueruela y 20 a Porvenir y a Avenida de Acosta.

La segunda ampliación del reparto sumó a la urbanizaciónla hacienda El Tejar, propiedad de Guillermo Lawton. Colindaba con la ampliación de El Timón, con calles de 14 metros de ancho y sin que el dueño cediera al Ayuntamiento terreno alguno para el procomún. En 1915 tuvo lugar la tercera ampliación que cedió a la comunidad el espacio comprendido entre las calles Dolores, Tejar, 13 y 14, esto es, donde después de construiría el estadio Rafael Conte. Cuatro años después se llevaba a cabo la cuarta ampliación. 

A pie

Algunos lectores pidieron en estos días que hablara sobre Lawton. Lo hago ahora con mucho gusto. Viví primero en la calle C entre Porvenir y Octava, a pocos metros del bar Cangrejito, y luego en Diez entre San Francisco y Lagueruela. Treinta años en total. De ahí que tenga recuerdos imborrables de la zona y su gente. Vecino ilustre de Lawton fue el general Enrique Loynaz del  Castillo, en San Francisco esquina a Octava. También el poeta Emilio Ballagas, el doctor Luis Ortega, eminente clínico, en la calle Bellavista y el periodista Eladio Secades.

Además, el doctor José Ramón Fernández, ginecólogo y cirujano partero, pionero en Cuba del parto si dolor en su sala de la Quinta de Dependientes. En el reparto nacieron el comandante Camilo Cienfuegos, cuyo nombre tomó la calle Dolores, y el poeta Roberto Fernández Retamar. Me decía este en una carta de fines de los años 60: “Nací en San Francisco y viví hasta que me casé en  Concepción… Soy lawtoniano por nacimiento y destino”.

Tenía el reparto zonas más animadas que otras.  Mucha vida había en la esquina de San Francisco y Novena, que era la de los Motoristas, llamada así por su bodega que coexistió durante mucho tiempo con  un punto de despacho de los tranvías del paradero de Lawton.

La había también en el tramo de la calle San Francisco entre Armas y Lawton. Era la cuadra del cine que tomaba el nombre de la calle, uno de los teatros, por el número de sus butacas, mayores de la ciudad. Abrían sus puertas en dicha cuadra tres cafeterías, la de la familia de Manolo Pla, la del vestíbulo de la sala cinematográfica y el café de Generoso, un español que no podía tener mejor puesto el nombre. Había además una tienda, de barrio, pero bien surtida, La Casa Henry, propiedad de un individuo  a quien de manera invariable identificábamos como Henry, el Polaco, y una escuela pública, la 96, donde por las tardes funcionaba una academia de idiomas. Dos puestos de fritas, y, por no dejar de haber, una clínica, propiedad de Miguel Morales, que había logrado  hacerse médico gracias al empleo de conductor en los tranvías que asumió en sus días de estudiante.

En San Francisco, cruzando Armas estaba la tintorería La Perla, enfrente, otra tintorería, El Río de Oro,  y otra más, Mijares,  a menos de cien metros, por Concepción, una vez que se dejaba atrás el solar de El Gurugú, frente a la panadería El Buen Gusto. A las tintorerías  se sumaba, en San Francisco y Lawton, un tren de lavado de chinos, que el escribidor nunca pudo explicarse cómo funcionaba pese a que lo visitaba todos los domingos en la mañana a  fin de entregar y recoger los uniformes de su padre.

Un chino sonriente y solícito recibía al cliente, y si la ropa no había estado nunca antes en el establecimiento, le hacía, con tinta china, un signo solo comprensible para él, pero que impedía que se perdiera o extraviara y a la hora de la entrega envolvía las piezas en un papel muy fino que  ataba con un cordel,  mientras  que los otros seguían absortos en su trabajo, sin levantar los ojos, sin seguir con la vista a los que entraban y salían. Tendían en la azotea y usaban planchas de carbón y planchaban sábanas y  fundas haciéndolas pasar  por grandes rodillos que movían con una manivela, a fuerza de brazo.

En un rincón, una señora, siempre una mulata entrada en años, repasaba la ropa a fin de asegurarle los botones o restañar  un bolsillo  desprendido. Eran chinos que trabajaban como tales. Descansaban solo el domingo después del almuerzo. Entonces los empleados de la lavandería se sentaban  en circulo, en el suelo, y fumaban todos de la misma pipa que se pasaban unos a otros.

Concepción

Concepción entre Porvenir y Armas tenía también su cosa. Era la calle del cine Victoria. Exhibía por lo general películas francesas y norteamericanas, mientras que el San Francisco se quedaba con las mexicanas y españolas, que tenían mucho público en función del alto grado de analfabetismo reinante. Memorable sigue siendo el café de Manolo, a la salida de la sala cinematográfica, y en la misma acera una modesta fonda donde cada noche comía el entonces afamado bolerista Ñico Membiela.

En la esquina de Armas funcionaba una casa de juegos, cuyas maquinitas, las llamadas ladronas de un solo brazo, fueron destrozadas y tiradas a la calle en la mañana del 1ro de enero de 1959. Y había una vidriera donde sin ningún embozo se vendían revistas de desnudos y libros pornográficos, los llamados libritos de relajo que salían al mercado con el sello de la editorial Flérida Galante con sede en los Arcos del hotel Pasaje. 

Era la época en que había una bodega en cada esquina y una vidriera de apuntaciones de la charada en el portal de cada una de ellas. El policía de recorrido andaba y desandaba la misma calle una y otra vez y de cuando en cuando golpeaba la acera con su tolete como para recordar su presencia. 

En Concepción esquina a 16 estaba La Princesa, un establecimiento mixto con bodega, panadería y bar, que en la cantina, con sus saladitos, le robaba la clientela al bar Xonia, en la acera de enfrente. Diez y seis era como La Rampa de Lawton. Lo era además de los paraderos de guaguas. El de los Ómnibus Aliados, la COA -rutas 23, 24 y 25- y el de los Autobuses Modernos. Con cuanto gusto abordábamos entonces la ruta 54 -antiguo L-4; Lawton-Parque Central- para, una vez vencido el viaje, internarnos en una Habana Vieja que, gracias a los libros de Emilio Roig, empezábamos a conocer.

Vea además:

Santa Catalina

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