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Memorias de Egipto: cuando me quitaron el velo

Aterrizamos en las primeras horas de la mañana en tierras de Osiris. Después de una larga travesía, pisábamos al fin el país de las pirámides de Guiza, la única maravilla del mundo antiguo que perdura hasta nuestros días. La tierra de faraones, de desiertos, de Tutankamón y del Islam nos daba la bienvenida.

Afuera del aeropuerto de El Cairo nos esperaba Ahmed. Antes del viaje habíamos estudiado, mi compañero y yo, que si no íbamos en un “paquete turístico”, lo mejor era conveniar con el lugar de hospedaje un taxista que nos trasladara hacia el alojamiento y también que sirviera de guía durante la estancia. Y así lo hicimos. Zarpamos de aquel recinto atestado de personas viajeras hacia nuestro hotel, localizado en la misma Guiza.

Ciudad de El Cairo, en las márgenes del río Nilo. Foto: archivo personal de la autora.
Autos viejos y modernos en la ciudad de El Cairo. Foto: archivo personal de la autora.

Mientras miraba el paisaje desértico, las casitas rústicas y algunos tanques militares que controlaban las calles principales, Ahmed nos hablaba acerca de la situación del país, los estragos que causaron las rebeliones de la primavera árabe, del aumento de la militarización, y acerca de las diferencias entre los gobernantes Mohamed Morsi (único presidente electo democráticamente en ese país y derrocado mediante golpe de Estado) y Al-Sisi. Este último recién había asumido el poder y, proviniendo de lo militar, se caracterizaba por el manodurismo que apoyaban, fundamentalmente, las clases pudientes. “Hubo muchos destrozos en la ciudad, al museo lo saquearon”, nos dijo. Y recordé que, en efecto, el robo de las piezas del Museo Egipcio de El Cairo había sido noticia mundial.

Ciudad de El Cairo. Foto: archivo personal de la autora.

De momento, y a lo lejos, se comenzaban a divisar las puntas de las pirámides. Me estremecí por la magnificencia que se asomaba cada vez más. Poco a poco se fueron haciendo más grandes, y más, hasta sentirlas omnipresentes en todos los alrededores de la capital. Son inmensas, robustas, enormes tótems que agasajan la memoria de una de las civilizaciones más ricas y controvertidas en la historia de la Humanidad. Ellas son huellas reales, gigantes, suntuosas. Con razón tanto se especula acerca de la “ayuda extraterrestre” para construirla, pensé. Poquísimas veces obras humanas semejantes me habían devuelto una sensación de insignificancia como humana, de lo diminutos que somos cada vez que pensamos nuestra individualidad ante la propia historia. A las pirámides, durante toda mi estadía, no pude sacarles la mirada, ni el pensamiento.

Camino a Guiza, las pirámides de fondo. Foto: archivo personal de la autora.

La bienvenida del anfitrión fue inolvidable. Una ceremonia de té, explicación inmediata de algunos riesgos que podíamos atravesar de andar solos por la ciudad, principales atractivos turísticos, la historia del hotel, las personalidades famosas del mundo que se hospedaron allí, y un lamentable panorama de la caída turística a propósito de los dos largos años de revueltas populares. “Las pirámides están vacías, el hotel está vacío”, nos dijo Mr. Fayed en un inglés de acento árabe perfectamente compatible y entendible a mis oídos desentrenados y con mi rudimentaria anglofonía.

Nuestro guía en las tumbas de Saqqara. Foto: archivo personal de la autora.

En la ciudad se sentían las huellas de la crisis política y social. La precarización económica golpeaba duramente a los sectores populares, precisamente esos que nos acogieron durante toda la estancia. Nuestro hotel se encontraba enclavado en un barrio común a pesar de su tremenda ubicación, y no en la “zona hotelera” donde se mostraban los edificios lujosos. Su dueño era un señor de prestigio en la comunidad, que sobrevivía a la desolación dejada por la crisis económica, mientras que el corredor de hoteles internacionales (ubicados en zona contraria) pertenecía a las grandes corporaciones de la industria turística global. Eso marcó favorablemente nuestra visita, porque nos acercó a la vida cotidiana local y nos despojó lo suficiente del visor de turista torpe con cámaras indiscretas.

Vista del pueblo de Giza y sus casas. Foto: archivo personal de la autora.
Terraza del hotel en Guiza, con vista a las pirámides. Foto: archivo personal de la autora.
Lobby del hotel en Guiza. Foto: archivo personal de la autora.

Escasez de alimentos, escasez de agua, la gente tratando de sortear la crisis de maneras más o menos deshonestas, tal y como sucede en cualquier lugar turístico de los países pertenecientes a los sures globales, es decir, aquellos signados por el empobrecimiento del llamado “Tercer Mundo”, como mismo sucede en México, en Cuba y hasta en el mismísimo París con sus migrantes preteridos. Hombres que se avivan con el dinero extranjero y te embaucan con trucos impensables, otros que piden altas propinas, y otros que te regalan la historia de sus vidas y sus familias a cambio de que nunca les olvides.

Hice amigas entrañables, las hijas del señor Fayed: Hader, Jasmine, Mai. Ellas cocinaban en el hotel, nos alimentaban con fuertes desayunos y abundantes cenas. Guisos locales tradicionales con papas, a veces pollo o carne, tomates asados y, para mi gratísima sorpresa: quimbombó. Ese ingrediente cubano que, ciertamente, es africano. A veces (muchas) me sentía en casa.

Hader (sobre todo) y sus hermanas me hablaron de sus carreras universitarias, de sus aspiraciones como profesionales, o de sus sueños como esposas. Irradiaban bondad y sabiduría para mi curiosidad insaciable. Me explicaron la distancia entre las clases sociales, lo fácil que era para una mujer musulmana de clase alta adquirir su pasaporte, viajar, o trabajar, mientras que las más excluidas no soñaban siquiera con estudiar. Me hicieron entender que las maneras de practicar el islam no son uniformes y que dependen en gran medida de cada familia religiosa, etnia, región geográfica, clase social (otra vez), u otras cuestiones que determinan el rigor, en mayor o menor medida, de los preceptos que debían asumir sus practicantes.

Fueron muchos los días de pláticas; preguntaba poco porque la convivencia me iba respondiendo las inquietudes que tenía sin necesidad de atropellar indiscreciones. A medida que nos compenetrábamos, fui sintiendo que la Alina recién llegada traía una severa “ceguera colonial”. Pude conocer que los hábitos más comunes de los habitantes de Guiza son idénticos a los nuestros. Lo litúrgico y otras reglas cotidianas no. Pero, en esencia, en esa esencia que conforma la rueda del día a día de una mujer en el sentido más básico, no hay diferencias que nos hagan pensar que somos tan diferentes unas de las otras. Hablamos de bailes, de fiestas, de amor y enamoramiento, de televisión y actrices, de ropa, de estética, de la playa, de cocina, de que los perfumes caros de marcas famosas han sido fruto del robo de sus esencias; nos reímos mucho y soñamos juntas un futuro diferente para el mundo.

Pareciera innecesario contar cosas tan comunes, pero es tan poderosa la idea de la “otredad” como rareza, la presentan tan deformada (y peligrosa), y a las personas de “Occidente” nos hacen creer que somos tan universales, que a veces no somos capaces de imaginar estas nociones simples en la vida de quienes consideramos como “los otros”. Porque, además, son de ese tipo las preguntas que se pueden sacar de cualquier conversación sobre el tema. Porque, también, formé parte de ese tejido hegemónico colonial. No es por la ignorancia, es por la construcción tan deforme que hemos hecho de la “otredad”.

Tanto que se habla (mal) del hiyab y fueron ellas, las que lo usaban, quienes me quitaron el velo a mí.

Vitrina de tienda de ropa para mujeres en El Cairo. Foto: archivo personal de la autora.

Fue doloroso encarnar el racismo que hay en Egipto. No por mí misma, sino porque a partir de mi experiencia pude advertir lo que resulta ser obscuro de piel en la África árabe. Varias personas, entre guías de museos y acompañantes de travesías, me espetaron que no era cubana, que realmente era nubiana. Pregunté por Nubia y, en efecto, es una región ubicada al sur de Egipto y al norte de Sudán, con una vastísima historia y un caudaloso territorio en recursos cuya población es negra, alta y delgada en su mayoría. Así me describieron a los nubianos, “así como tú”, sentenciaron. Me sentí profundamente halagada y conectada con mis ancestras y ancestros, sin embargo, la penumbra de que son rechazados y discriminados en el norte del país por cuestiones raciales fundamentalmente (más allá de las pugnas históricas entre el Alto y Bajo Egipto) me llega hasta hoy. No caben dudas, los efectos de la colonización de los imperios y los poderosos de siempre han sido (y son) los más devastadores para nuestros territorios.

Una noche me presentaron a un joven nubiano. Sin embargo, entre el cairota (de El Cairo) y el nubiano, me sentí más bien en Guanabacoa, o en Centro Habana, o en la Baracoa guantanamera. Somos plurales y diversos, y eso tiene que ser un festejo en cualquier rincón de este planeta.

Muchas vivencias sucedieron de noche durante nuestra visita, porque las noches son “los días” en Guiza. El calor y el sol desplazan los horarios familiares y los paseos citadinos a las noches. Nos enredamos entre los lugares de hábitos populares, aquellos donde los habitantes de El Cairo van a bailar, o a tomar el té, o a divertirse.

Y ese es El Cairo para mí: el café de los espejos, donde pasan vendedores de libros de uso en horas de la madrugada, donde te tomas un cafecito en familia, o donde vas a fumar en pipas que llaman shisha; las barcas para bailar en El Nilo, con sus luces de neón en colores, música árabe para soltar el alma y perder las caderas (ellas) mientras dan palmadas rítmicas (ellos) a la vez que embriaga ese olor único a torrente fresco, a peces o a algas; las carreras de caballo en el desierto, solo para hombres —fundamentalmente jóvenes— que rescatan la memoria de las batallas de sus antepasados; mis amigas, las hijas de Mr. Fayed; los aceites esenciales; el vidrio soplado; el arte de los pergaminos; las bocinas recitando El Corán y, claro está, los colosos de las pirámides de Keops, Kefrén y Micerino.

Otra noche conocí a un joven hijo de empresarios de telares. Agradeció que estuviera cubierta con mi velo (la mayoría de las veces me enrollaba una manta o me cubría los hombros, nunca mostré las piernas) y nos habló de la belleza de las mujeres que no enseñan más de lo debido. También nos ofreció pasar una noche con sus amigos, en donde ocurría todo lo prohibido para todos y todas, y no trascendía a ningún castigo legal, ni divino.

Es posible que, quien me lea, se cuestione por qué viajé con pañuelos y mantas para taparme si esa no es mi creencia ni mi cultura. Eso también me han preguntado personas cercanas. Creo que comprender el respeto y la aceptación desde una cosmovisión de multiculturalidad, debe ser un ejercicio fácil. Esperamos que en nuestros territorios se respeten nuestras tradiciones (siempre y cuando esas tradiciones y los visitantes, no afecten o denigren a las personas que cohabitamos el espacio en común). Entonces, cuando visitamos nuevos lugares, lo mínimo es que reciproquemos ese deseo de convivencia. En otra salida nocturna con una amiga catalana, quien llevaba puesto un vestido muy escotado y bien corto, al momento en que se levantó para bailar detuvieron la música porque consideraron irrespetuosa su vestimenta con las tradiciones locales. Podemos dedicar otro texto a debatir si eso es o no discriminación de género; lo que sí es una certeza son los aires coloniales con los que abordamos espacios culturalmente distintos, imponiendo simbólicamente la occidentalidad como valor/desvalor incuestionable y jerárquicamente superior, por tanto, guste o no, tiene que ser tolerado. Fue una lección de vida. Siempre que esté a nuestro alcance y no nos afecte, respetemos aquello a lo que no pertenecemos.

También pasamos situaciones difíciles. Cuando no logras descifrar los códigos locales pueden presentarse situaciones violentas o peligrosas a las que reaccioné de manera defensiva y altisonante. Pero, interpretadas a la distancia, no era más que eso: mi incomprensión de lo que pasaba. También se mezclaba mi indignación con lo que sabía que transcurría detrás de ese caos que es la ciudad de El Cairo. De no ser por la expoliación que pesa sobre el continente africano, sería esa una ciudad donde sortear la precariedad no estaría a la orden del día. Es un país maravilla, que marcó, sin retorno, mi existencia.

En aquellos años llevaba un diario de viaje, y en él reseñé las pulsiones de los contrastes más fuertes, y las razones por las que siempre, pero siempre, quiero volver:

“(…) país tremendamente rico, pero saqueado… saqueado en su cultura, en su historia, en su propio mundo, saqueado por los imperios, por las religiones, por los recursos y las pirámides, la madre del mundo está siendo descaradamente saqueada, la paridora de este, nuestro mundo, es una dama en harapos pisoteada desde hace siglos, no se le mira ni para darle pan, solo para sacarle las tripas.

El Cairo, caótica ciudad sin reglas, tierra de nadie, sino del más fuerte, es una bruma de arena y de polvo en verano, transpiración vaporosa que viene gratis (como tan poquísimas cosas), claxons, chasquidos de caballos, hacia el trote veloz del desenfreno.

Puedes encontrar los ojos más hermosos y seductores del mundo entre un hiyab, descubrir la sonrisa más plena y más pura dibujada tras el velo, e inmediatamente la descomposición sin escrúpulos en plena vía pública de algún caballo que cayó al suelo, para morir, y allí quedó a merced de las moscas y los gusanos.

(…) Hace falta el dinero y no hay trabajo, no hay turismo, la primavera árabe lo expulsó y la militarización no ha apagado los miedos. Son miles las maneras de estafar y engatusar (me miento si no digo que me hizo recordar a Cuba 1) porque hace falta comer y no hay comida, ni agua. Penosas miserias, dictaminadas por los poderosos de siempre.

Aquí no hay gobiernos, ni políticas… El Cairo se quedó en el regazo del último rincón de la memoria del mundo, y ya la humanidad no quiere darse vuelta para mirarla, ni para admirarla; menos para ayudarla.

Pero aquí hacen función diaria los atardeceres, los atardeceres más hermosos del mundo, los amaneceres más rojos del mundo!… Y ellos vuelven a la paz del sol y de la luna, a esa hora, la brisa no trae más que paz y una melancolía por la vida que te abre la sonrisa. Y miras al cielo y das las gracias por estar en este suelo. Y se hace el silencio en la ciudad, en el desierto, el sol se esconde a un ladito de Guiza, y ellos son hijos de este milagro, son dueños de este momento (invaluable, incalculable). Y es el minuto en que el amor se les desborda por su tierra, así como está, incomprendida para nosotros… Y eso también es gratis: la magia de estos largos minutos de paz y luz en El Cairo”.

Guiza, 10 agosto 2014.

***

Nota:

1 Me refiero a las artimañas de quienes viven de maneras poco decorosas del turismo

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