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¿Quién salvará a mis estudiantes?

Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana. Foto: Heriberto González/ Cubaperiodistas.

“¡Prepárate!”, me decían. Y hay que prepararse, sí. Imaginen entrar a un aula después de las cinco de la tarde; imaginen entrar a un aula… Que te miren con rostro de cansancio, algún que otro de soberbia, que ni te miren, que murmuren cómplices sobre el cartel que lleva tu pulóver en el pecho, que se rían, hablen, que se callen por completo y tú allá delante. Sin dudas, se trata de algo “terrible”. “¿Y tú qué cuento meterás ahora?”, sientes que piensan. “¿Qué esperan de mí?”, te preguntas.

“De ustedes… espero aprender”; “apoyo y comprensión”; “encontrar en el profesor un apoyo”; “que sean los primeros profesores que se preocupen por cosas del grupo, ya sean las notas o actividades”; “que creen la confianza para ser sinceros con nuestros problemas”; “buen entendimiento, respeto y confianza”; “tener un tercer año donde recupere ese sentir que tuve cuando llegué a FCOM (Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana), quiero volver a sentir que es casa”; “que sean atentos, que se preocupen”; “apoyo; acompañamiento”; “apoyo”; “comprensión, movilidad, constancia”; “paciencia… porque desde que empezó la pandemia se ha vuelto muy difícil entender en clases, también se ha dificultado la vida en particular de muchos”, respondieron mis estudiantes en una breve encuesta que salí disparado a leer en cuanto terminó el “calvario”.

Hay términos que se repiten… no es casual.

“¿Qué periodismo se ven haciendo? ¿Con qué sueñan?”, resultaban las otras interrogantes del sondeo.

“Estudiante”, de Juan Carlos Ñañake Torres.

“Espero que pueda pasar todo bien”; “periodismo investigativo, cultural”; “graduarme”; “periodismo científico-investigativo”; “graduarme y dar clases”; “un periodismo que se especialice en temas de utilidad pública”; “mi sueño es ejercer mi carrera sin ningún problema, en Cuba, y que sirva de ejemplo”; “seguir creciendo en el mundo del fotoperiodismo y el audiovisual”; “periodismo cultural”; “periodismo deportivo: trabajar en un medio totalmente deportivo”; “quiero convertirme en una periodista diestra y trabajar en una agencia periodística profesional”; “me gustaría hacer un periodismo capaz de influir en las personas y crear un estado de reflexión”; “periodismo documental”; “periodismo investigativo”; “graduarme y seguir superándome”; “periodismo investigativo”; “graduarme”; “lo narrativo, el universo de los podcasts”; “quiero que ayude a la gente, que moleste a quien deba hacerlo y que sea claro en su intención”; “escribir, solo así soy feliz”; “periodismo para el desarrollo social”; “poder cumplir mis metas personales en Cuba”; “periodismo cultural”; “graduarme”; “periodismo cultural”; “mi sueño es poder vivir satisfactoriamente como periodista”; “ser cineasta y documentalista”; “periodismo radial”; “no lo tengo claro: todos los días sumo uno a lista de sueños”; “periodismo cultural”; “poder graduarme y hacer todo lo posible por ayudar a mi familia posteriormente”.

Mi primera vez, algo reseca, frente a un aula fue la confirmación de que no estaba enfrente de “un aula” a secas, sino, parafraseando al bueno de Galeano, de un mar de fuegos; la confirmación de que mis estudiantes esperan algo… la confirmación de que mis estudiantes sueñan… aunque algunas caras de soberbia lo disimulen; aunque el cansancio y el calor se confabulen a las cinco de la tarde para homogeneizarlo todo e intentar, quizás, hacer ver que nada o poco importa, hacernos ver como enemigos, adversarios, que suplican que “la campana” de la seis y cinco suene y los libre de mí… y me libre de ellos.

Luna y Alicia [1] son quienes más me han impresionado. Luna era bailarina, en ello le fue su infancia y primera juventud hasta que algo pasó, algo tan terrible y duro, al parecer, que la llevó a renegar de la escena. Según confesaba, medio tímida, todavía hoy, en su día a día, sufre secuelas de ello.

Lo de Alicia es distinto. Su rostro lo he fijado tres semanas después, cuando me entregó una carta oficial que no supe ver entre el cúmulo de otros tantos papeles. En las afueras de la facultad me insistió para que la encontrase –la carta– mientras alternaba entre el “tú” y el “usted” para tratarme.

Horas después, justo antes de iniciar el turno, Alicia se iba. El “turno” es uno de esos turnos de los que nadie quiere dar, quizás ni “turno” sea. Alicia tiene veinte años pero mira con treinta. Los veinte años de Alicia no parecen ser los veinte años de cualquiera o de muchos o de la mayoría. Alicia me encara y pregunta: “¿para qué yo tengo que entrar ahí?”.

En Alicia coexisten varias problemáticas –duras problemáticas– que atraviesan a muchos universitarios y universitarias de la Cuba que corre. Alicia no es de La Habana y, asegura, la han botado dos veces de la beca; Alicia trabaja para pagarse un alquiler y poder seguir viviendo aquí, estudiando aquí, sin que sus padres paguen por ello. Más veces a la semana de las que le gustaría, Alicia sale corriendo de la facultad e incluso así llega tarde… e incluso así tiene que aguantar que el jefe la mire con su cara de perro, con su cara de “a mí qué me importa”, con su cara de “yo te pago”.

Cuando Alicia me mira de esa forma mientras fuma un cigarro, no tengo más respuesta que: “Si tienes trabajo no hay nada más que hablar… Yo sé lo que es eso. Vete”.

Teniendo la edad de Alicia, aún no sé bien cómo, me nombraron secretario general de la Unión de Jóvenes Comunistas de la facultad. Al enterarse, mis padres –también en otra provincia– pusieron el grito en el cielo y, temiendo que me alejara de la profesión, casi que me obligaron a buscar un trabajo en un medio de prensa. Durante dos años, fui estudiante, trabajador y militante con responsabilidades que, francamente, me superaban.

Más de un cinco perdí por no poder cumplir con el porciento de asistencia requerida. Mil veces el cansancio me hizo dormirme descaradamente frente a doctores en ciencia que respetaba sobremanera y que decían cosas que de verdad me interesaban mucho. En par de ocasiones, casi me rajo a llorar por la impotencia que se conjugaba entre el querer/hacer/tener-que y el no poder, porque el día no tiene más de 24 horas ni la semana más de siete días y porque uno, a veces, así de sencillo y fuerte, no puede más. También a veces, quienes nos rodean–estudiantes, padres, profesores, jefes– no entienden o no saben que uno no puede más y ello lo empeora todo.

Puedo decir que no me arrepiento de nada pero sé que hay quienes no corrieron esa suerte, la de no arrepentirse, la de no romperse del todo, en parte porque sus condiciones no eran las mías. Yo, de alguna forma, me dejara la soberbia utilizarlo o no, siempre tuve, allá a lo lejos, un respaldo.

Alicia casi no mueve el rostro cuando habla, con una mezcla ácida de soberbia, desánimo y guapería. Alicia me dice que ella no es ni un cuarto de la persona que era cuando empezó la universidad, que era alegre, que sentía la euforia que explotaba entre estas paredes y que ya nada de eso existe, como tampoco existe la Alicia de entonces.

La realidad es que las Alicias no han tenido universidad. Llegaron aquí un día y se enfrentaron con una vida estudiantil de ensueño, de música por todas partes, de gente bailando en las esquinas, de piñas y miradas y de “¡al fin estoy en la universidad, coño!”.

Pocos meses después… ¿seis? ¿siete? A las Alicias les dijeron que las clases se suspendían por un mes y, de pronto, las Alicias se descubren acabando la universidad sin haberla vivido, pensando en sus tesis, en dónde trabajar después y preguntándose dónde carajos está la vida universitaria que les prometieron y que la vida misma –así, en abstracto, pero muy en la concreta– acabó por quitarles.

Se trata de Alicia, pero también se trata de mí, se trata de muchos… A mí también me dijeron que en un mes acabaría todo y, cuando volví a poner los pies en estos suelos, ya ni siquiera era estudiante. La estafa que nos asestó la vida resultó tumultuaria, total, implacable… Nadie escapó de ella, pero hubo quienes pudieron escapar menos que otros.

Yo quiero decirle más cosas a Alicia: que resulta un formalismo tonto ese trato de usted; que a ella le toca, junto a mí, junto a tantos, volver a transformar este sitio de aprendizajes en aquella “casa” del eslogan; que en realidad no siempre fue casa para todos porque la vida cruda no les permitió–a todos– sentirse así y, por lo cual, además de renacer, nos corresponde –difícil asunto– ser mejores todavía. Yo quiero decirle a Alicia que el mundo está en sus manos, que lo estruje, que lo invente… pero que no va a ser fácil.

Y Alicia, por su voluntad, entra al aula.

El aula, en esta tarde, es una olla de grillos. Se debate el proceso de integralidad. Es casi incontrolable. Gabriela, la arrestada presidenta de brigada, habla tan bajo que el barullo la vence. En una de esas, Eduardo abandona corriendo su silla y se sitúa enfrente.

Eduardo tiene experiencia como animador, le gusta, le sabe al asunto de canalizar los ánimos del resto. A Eduardo le apasiona el género urbano y sus sueños se perfilan por ahí. Tiene para eso… Días atrás, cuando el equipo de fútbol de la facultad jugaba contra el de Filosofía, Historia y Sociología, Eduardo dominaba las gradas que, quién lo duda, forman parte también del juego todo. En el terreno, el Gabo emitía instrucciones a nuestros players, pero en las gradas era Eduardo el que mandaba. Eduardo dirigía el estímulo, el afecto, la guapería… Eduardo estaba al frente de otro batallón dentro de la misma guerra.

Ahora, aquí, Eduardo también hace magia y va logrando que el mar de fuegos sea una sola flama y que decida quiénes son sus mejores en cada dichoso parámetro. Entre risas camina todo, pero al final de la tabla aparece un parámetro de nomenclatura bastante burocrática que marca un punto de giro.

“Bueno, impacto social… eso es…”, grita a medias y suelta la pantomima de una guataca en un surco.

Entonces, alguien se levanta y llama la atención de que sí, es la guataca en el surco, pero no solo, porque en esta aula, en esta, hubo gente que se jugó la vida en hospitales y centros de aislamiento.

El aula deja de reír porque el aula entiende que hay cosas que son sagradas y el aula sabe respetar lo que merece respeto, como mismo tira a juego lo absurdo, lo innecesario, lo desfasado. El aula no quiere que sea uno, sino que sean varios, y arranca la disputa contra el reglamento que nos obliga a competir, a decir “yo más que tú”…. De pronto, corroboro que esta aula estigmatizada sabrá Dios por cuántos prejuicios, es muchísimo más valiosa de lo que ella misma calcula.

Esta aula, donde parece haber pocos tapujos a la hora de sincerarse; donde quienes juegan fútbol hoy, bailarán ballet mañana en nombre de la misma bandera azul y blanca de esta facultad; donde hay gente que sueña con hacer periodismo “puro” o con pararse frente a una cámara o con ser productor musical o con la moda y la estética o con los refugios de animales o hasta con el periodismo religioso…

En esta aula, donde tal vez ya hacen un poco de todo eso… donde se movilizan por lo que sienten y se aparecen todos un día vestidos del mismo color. Esta aula, donde la migración está doliendo ahora mismo, donde el futuro inmediato de este país no es preocupación superflua. Esta aula, donde también se decide lo que Cuba será y está siendo…

Habrá quien piense que están perdidos y con desprecio mire sus irreverencias, sus gafas estrafalarias y sus pantalones rotos –sin preguntarse acaso si tendrán más– o se escandalice porque no conocen determinada canción, determinada película, determinado nombre, determinado concepto… “¿Y quién los va a salvar?”, insistirá aquel o aquella, más que por lo que ve, por lo que no ha visto.

Habrá que responderle entonces que regrese a mirar bien y que, probablemente, perdido está quien no haya sido capaz de ver de qué están hechos ellos, ellas, en estas sillas de configuración bancaria, en esta aula llena de contradicciones.

En todo caso, se salvarán ellos mismos, como ellos mismos han salvado su asamblea; tanto así que, cuando busco con los ojos a Alicia, de repente la encuentro sonriendo.

Notas

[1] Estos nombres (Luna y Alicia) han sido cambiados para respetar la privacidad de las protagonistas.

(Tomado de La bengala)

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