No fueron los únicos ni estuvieron solos. Porque, a decir verdad, el manojo de manos que se lanzó a arrancarle espacio a la tragedia no tuvo edad, color ni sexo, aun en medio de la confusión inicial, del dolor, a veces del peligro… Tuvo, eso sí, el clamor unánime de quien deposita en la esperanza todas las fuerzas, la plegaria de una ciudad, de un país que se detuvo con la fe puesta en ver salir vivos a sus hijos de entre los escombros.
Entre esos rostros que no abandonaron ni un instante el Saratoga, que no esperaron llamados oficiales para acudir a ayudar adonde eran más útiles, que solo pensaron en buscar, curar, salvar, ayudar, acompañar, estaba el rostro de la juventud de Cuba.
Cuando Guillermo Díaz Mederos, uno de los trabajadores lesionados, abrió los ojos por segunda vez luego de la explosión, ya estaba en el cuerpo de guardia del hospital Calixto García. Su recuerdo claro de ese instante es la avalancha de médicos y profesionales de la enfermería jóvenes, que llegaban sin parar a atender a los pacientes luego de saber la noticia.
Fue quizá el mismo impulso que movió a William Reyes Domínguez, paramédico integral de la base nacional del SIUM, a correr hacia su unidad ese viernes 6 de mayo, sin pensar en el cansancio ni en que nueve viajes entre el lugar del siniestro y varios hospitales, y 24 horas después, estaría aún allí para ayudar.
Mientras William, de 33 años, trasladaba heridos junto a los equipos del Sistema Integrado de Urgencias Médicas (SIUM) de toda La Habana, los bancos de sangre se llenaban de personas, jóvenes en su mayoría, y fue necesario abrir nuevos puestos para recibirles, porque sobrepasaron las capacidades de los centros de salud.
Para cuando los estudiantes del Instituto Superior de Arte, los jóvenes de los centros científicos, los deportistas, los universitarios, los trabajadores ponían el brazo en los bancos de sangre, ya Claudia Brizuela Galindo, bombera de 21 años y jefa del carro 714 del Comando 1, había dado cientos de órdenes en la trágica escena. Su comando había sido el primero en llegar al Saratoga.
Otras jóvenes rescatistas como Laurent Balart y Yisel Garrido, de la Cruz Roja, o Yadelis Esquivel, psicóloga de apoyo en desastres, corrían de un punto a otro en el área del Saratoga. Y mientras ellas hacían lo que mejor saben hacer, enfocarse en salvar vidas, un joven neurocirujano y un equipo multidisciplinario en el que hay también otros jóvenes, entraban al quirófano con un niño de dos años en sus manos y la misma convicción de salvar.
A media tarde, cuando acababa la intervención quirúrgica, probablemente nadie esperaba que en solo 24 horas se superarían las 1 500 donaciones de sangre y que al día siguiente la cifra sobrepasaría las 2 000.
Mientras el equipo liderado por Dr C. Marlon Ortiz Machín, junto al resto de los neurocirujanos, enfermeros, anestesiólogos, técnicos e intensivistas pediátricos que se movilizaron hacia el hospital Hermanos Ameijeiras, retiraba la astilla de madera impregnada en el cráneo del pequeño, la joven residente de cirugía maxilofacial Lisset Rodríguez, de 27 años, participaba por primera vez en la atención de casos como los llegados al Calixto García.
A esa misma hora, Luisito, enfermero intensivista, alistaba al equipo de enfermería que lidera en la sala de cuidados intensivos del hospital Juan Manuel Márquez, que no sobrepasa los 25 años de edad promedio, para la llegada de menores de edad heridos en el fatal accidente.
A sus 22 años, Luis Orlando Brito, Luisito, defiende la enfermería como arma estratégica para la recuperación de sus pequeños pacientes. Ellos –dice–, son quienes velan con un estricto monitoreo por los pequeños que más lo necesitan, aquellos en estado de gravedad.
Estaba de guardia el viernes 6 de mayo, cuando ocurrió el siniestro en el Saratoga, y cuenta que el equipo entero se movilizó. “Todos trabajamos unidos. Nada es más gratificante que ver la sonrisa de un niño cuando ya se siente bien, es lo más grande del mundo”.
Para que haya más de esas sonrisas, él y sus colegas siguen todavía en pie. “Hasta que se recupere el último niño”, afirma.
Para la noche del mismo viernes, ya cientos de jóvenes articulaban en las redes sociales donaciones para los damnificados, convocaban vigilias para transmitir fuerza a las familias, se ofrecían como voluntarios para las tareas de salvamento.
Otros estaban allí, guiando los pasos de los héroes de cuatro patas de la brigada canina, retirando escombros, metiéndose al amasijo retorcido de piedras y hierro, gritándole a la cara que no iban a dejarse arrebatar tan fácil la esperanza.
La esperanza es la propia vida aferrándose. Cuando se va, cuando la realidad rompe el hilo fino que la sostiene y la separa de la más absoluta tristeza, no hay modo de que el dolor de perderla no lacere. Porque cuando la esperanza se declara vencida, esa derrota es, de algún modo, para siempre. Y si existe un alivio, es el de saber que toda una ciudad, y lo mejor de su gente, estuvo allí hasta el último minuto para sostenerla.