MIAMI, Estados Unidos.- Los documentales sobre Cuba realizados por cineastas extranjeros integran una modalidad que amerita ser estudiada con detenimiento en el futuro, entre ellos se encuentra Epicentro.
Habrá que regresar a esa filmografía alternativa de la historia oficial para explorar circunstancias obliteradas de la debacle castrista.
Con raras excepciones, los documentales del ICAIC (Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos), hicieron el elogio del régimen y banalizaron la tragedia que acontecía en la isla desde los tempranos años sesenta.
Hay tres documentales, realizados por directores foráneos, que son modelos de interpretación del absurdo nacional, donde los propios cubanos se franquean ante la cámara para dar razones de sus vidas aciagas, con una naturalidad abrumadora.
Havana (1990), de la checa Jana Bokova, sigue siendo el epítome de tal exégesis. Recorre la historia, conversa con las víctimas de diversas generaciones, y hasta les da voz a los cómplices.
Fin de Siglo (1995), dirigido por la belga Madelyn Watelet y el polaco Szymon Zaleski, va directo al corazón del engendro socialista. El surrealismo en su máxima y dañina expresión, que termina por idiotizar a los criollos.
Cuba 111 (1995), del belga Dirk Vandersypen, se instala con cierta ternura en un desvencijado solar habanero. Hay opiniones que todavía expresan simpatía por la dictadura, pero la mayoría son materia de fuga, deben haber buscado la libertad en balsa.
Esos documentales son reveladoramente expositivos, les asiste una lógica narrativa. Ante el asombro distante del espectador, desfilan postales siniestras de un país atrapado en la maldad de una doctrina sin alternativas.
La realidad cubana y sus derivados parecen haberse deteriorado mucho más y ahora se estrena un documental que responde de modo absoluto al disparate irremediable en que se ha convertido esa isla a la deriva, impelida por fellow travelers izquierdosos que solo buscan demostrar sus tesis extemporáneas, aunque falten a la verdad.
El documental Epicentro ha sido distinguido con el premio del Festival de Sundance, lo cual le da el aura de importancia que necesita para “tupir” a los incautos y mortificar a quienes conozcan del sufrimiento nacional.
Está dirigido por el austriaco Hubert Sauper, quien se precia de su filmografía anticolonialista, característica que trata de poner en práctica en el caso cubano remontándose a la historia del dominio español sustituido luego por el imperialismo estadounidense, pero que ignora, convenientemente, la intervención soviética.
Epicentro es la vitrina del disparate y sus más importantes protagonistas, niños de la raza negra que Sauper califica como “profetas”, están sometidos a un constante barraje de abuso infantil ideológico, a la usanza del propio régimen.
En otro universo más respetable el director pudiera ser llevado a juicio, sobre todo por la manera que manipula lo que resta de la inocencia en los pequeños cubanos, quienes sobreviven con picardía, paradójicamente, la puesta en escena ideológica del europeo anticolonialista.
Los hechos más incongruentes le vienen bien a este director, como una entrevista al realizador de dibujos animados Juan Padrón, donde no sale muy bien parado en su interpretación de la historia cubana como para complacer a Sauper.
La niña que es la figura central del documental repite de memoria los puntos de la Enmienda Platt y se refiere constantemente a la maldad del “imperialismo yanki”.
Otra menos diestra menciona a Perucho Figueredo como el padre de la patria, le pide chicle al director y termina cantando el himno de la campaña de alfabetización.
Por supuesto que la cámara explora el derrumbe material y moral de la ciudad, al borde de un supuesto cambio al capitalismo salvaje mientras las niñas “perrean” con el reguetón pegando sus traseros a menores de similar edad.
Un turista de Baviera, quien se precia de ser profesor de tango, aunque no tenga el más mínimo sentido del ritmo ni del movimiento, les confiesa a sus congéneres que cada noche es tentado por las “abundantes prostitutas”.
Hay un fotógrafo neoyorquino que no cesa de buscar imágenes exóticas en el solar y solo le obsequia un bolígrafo al niño que fungió como modelo, instigado por su madre, porque dice que no puede pagar por sus instantáneas, con las que luego hará un libro o una exposición sobre la alegre miseria cubana.
Nunca queda claro por qué la nieta de Charles Chaplin, Oona Castilla Chaplin, es un personaje en el documental que se pavonea como una impoluta reina de perfecta dentadura en medio del morbo solariego.
Una mujer que Sauper presenta en Epicentro se confiesa antimperialista, aunque sueña con visitar los Estados Unidos y los parques de Disney, además de considerar que Brad Pitt y Leonardo DiCaprio son parte del sueño americano.
Otra muchacha que ha servido como guía turística espontánea confiesa que los americanos tienen libertad de expresión, aunque no les sirva de mucho porque solamente los millonarios y los políticos ostentan el verdadero poder.
Los niños negros le piden a Sauper visitar la piscina del hotel Packard y los hace pasar como si fueran sus hijos, aunque el guardia de la puerta no parece muy convencido.
Cerca del final del documental les propone a dos de las pequeñas una sesión de fotos callejeras. Las viste y maquilla como adultas, con el consentimiento de la madre, quien dice tener absoluta confianza en el extranjero. Las imágenes resultantes son algo tenebrosas, enfermizas.
Epicentro se alía con el castrismo para convencer a los espectadores que los cubanos viven en el mejor de los mundos posibles y debieran preocuparse por la inestabilidad que provocan los cambios del mercado.
Cuando Sauper le pregunta a la nieta de Chaplin “¿Dónde estamos ahora?” La actriz responde sin avergonzarse: “En el paraíso”.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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