En 1966, Fidel diría en un discurso: “No hay pueblo con más sensibilidad para el ridículo que este. En este país un ridículo no escapa sin que lo descubran rápido. No hay pueblo con más agudeza y más malicia; es decir, más malicia para lo malo, para descubrir lo malo, en el sentido positivo de tener la capacidad de sonreírse frente a cualquier ridiculez, de descubrir cualquier maniobrita. Basta que un tipo sea medio politiquero, y enseguida lo descubren; un farsante, y enseguida lo descubren; un fariseo, y lo descubren; un ridículo, y lo descubren”.
Han pasado casi 60 años desde entonces, pero el cubano no ha perdido esa sensibilidad especial. Seguimos siendo un pueblo que no tolera el ridículo, el cliché, el lugar común, el absurdo… Y a esa sensibilidad se le agrega el uso demoledor de la sátira, a la que se somete cualquiera que, en la esfera pública, pise en falso.
Claro que el no haber perdido esa sensibilidad deriva en buena medida de que no han desaparecido de nuestra sociedad y de nuestros dirigentes y cuadros ni el ridículo, ni los clichés o lugares comunes, ni el absurdo. A la par de esa agudeza de la que hablaba Fidel se sigue desarrollando una suerte de impericia política que le impide ver a algunas personas, personas honestas y responsables muchas veces, cuándo sus actos pudieran ser tildados de ridículos.
Volviendo al discurso de Fidel: “Honradamente, es una fortuna que en nuestro país y en nuestro pueblo se hayan desarrollado ciertas características, cierto sentido del humor, cierta agudeza; que, de verdad, a este pueblo, su idiosincrasia, su psicología, hay que conocerla. Quien no lo conozca se estrella, ¡se estrella!”.
Lamentablemente, no son pocos los “estrellados”. Si es importante para un revolucionario el sentido del momento histórico, también lo es el sentido del ridículo. Si el primero atañe a la conciencia sobre los tiempos que corren y las acciones que ameritan, el segundo implica la capacidad de reflexionar sobre nuestros propios actos y llegar a meditar si es conveniente decir o hacer algo en un determinado momento, a riesgo de parecer anticuado, burdo o bochornoso.
En tiempos de redes sociales digitales, no poseer ese sentido del ridículo es todavía más peligroso. Toda consigna hueca o mal ubicada, todo acto o iniciativa que desdeñe principios básicos del diseño y la estética, toda forma de simulación o pretensión que se evidencie como artificial, tienen en las redes digitales un elemento que propicia su reproducción, su alcance y su aparente perpetuidad. Y la principal víctima en todo esto es la Revolución misma, como suceso cultural, que se ve lastrada por conductas absurdas y que recibe ataques con esa excusa.
No se trata de temerle al pueblo, ni a su capacidad de choteo y sátira. Se trata de asumir que en Cuba no quedará impune el kitsch y el absurdo. Se trata de entender que un sujeto político puede volver y recuperarse de muchas cosas, pero casi nunca del ridículo.
El ¿qué hacer? lo vuelve a dar Fidel, en aquel discurso de 1966: “Nuestro deber de dirigentes de una Revolución, en una etapa inicial, es desarrollar ese espíritu de nuestro pueblo, su sentido de la crítica, su capacidad de análisis sereno y objetivo; esas virtudes de nuestro pueblo que es nuestro deber señalar, que es nuestro deber acentuar, que es nuestro deber desarrollar. Y a esas virtudes no debemos renunciar jamás”.
(Tomado de Granma)