En la sociedad del espectáculo, como la llamara Guy Debord, las relaciones sociales están mediatizadas por un infinito conjunto de imágenes y percepciones muchas veces manipuladas o falseadas.
No basta ser, hay que parecer. Forma y contenido, dos categorías indisolublemente unidas, hoy se hallan en una relación jerárquica que favorece a la primera sobre la segunda. El modo en el que nos representamos y logramos que esa representación cale en “el otro” determina en gran medida nuestro éxito social: lo mismo sucede con naciones, pueblos, etc. El espectáculo no premia esencias sino apariencias.
En palabras de Eduardo Galeano, vivimos el auge de la “cultura del envase». Y así la define: “El contrato de matrimonio importa más que el amor; el funeral más que el muerto; la ropa más que el cuerpo; el físico más que el intelecto y la misa más que Dios”.
En la era de Internet, esa mediatización de las redes sociales, esa condición espectacular de nuestra existencia, esa frívola obsesión con la apariencia, esa preponderancia de continente sobre contenido, alcanza dimensiones cada día mayores. Los nativos digitales, sujetos protagónicos de esta trama sicodélica, comienzan a depender de las redes sociales para brindarle un sentido a su vida. Si no cuelgas una foto con tu pareja, estás soltero; si no compartes en Instagram una imagen de tu desayuno, no comiste; si no te sumas al último reto de TikTok, no te diviertes; si no compartes o comentas sobre la última discusión entre seudoartistas, no perteneces al selecto club de la opinología de Facebook.
La valía de una persona comienza a medirse en likes: si nadie te sigue, no eres importante.
Martí, desde el siglo XIX, pero para todos los tiempos, advierte: “Quien lleva mucho afuera, tiene poco adentro, y quiere disimular lo poco. Quien siente su belleza, la belleza interior, no busca afuera belleza prestada: se sabe hermosa, y la belleza echa luz”.
Obsesionados con la imagen, con la apariencia, nos vamos convirtiendo en carcasas vacías. No hay tiempo para la virtud si todo lo que vale es parecer virtuoso. Y así se van construyendo, en el plano mediático, falsos ídolos, máscaras divinas a las que rendimos culto.
Ante esa realidad, la respuesta no puede ser encerrarnos en nosotros mismos. Aun cuando “el mundo propio es el mejor”, como canta Silvio Rodríguez en Casiopea, existimos en tanto nos relacionamos con otros. Y esas relaciones, si son guiadas por ideales verdaderamente progresistas, nos obligan a la lucha por hacer del “mundo ajeno” un sitio cada vez mejor. Esa lucha también hay que librarla en el plano simbólico, en la dimensión de lo aparente.
A los símbolos de banalidad y mercantilismo debemos oponer símbolos que enaltezcan los mejores valores humanos. A ese relato que defiende a ultranza el statu quo, debemos oponer un discurso de emancipación, de inconformidad, un discurso revolucionario. Una batalla comunicacional, en términos de Pedro Santander, se libra a diario entre dos modelos: el del presente que no quiere mutar y el del futuro que debemos dar a luz.
Por ello, en la era de Internet, en un tiempo de creciente interactividad en Cuba con las redes sociales, debemos actuar siempre con la responsabilidad que implica saber que un revolucionario es vocero y representante de la Revolución en todo momento. Nuestras acciones deben ir guiadas hacia la concreción de una realidad más justa, hacia el combate contra todo lo mal hecho, pero también a contribuir al relato simbólico de nuestro sistema en construcción, a no dañarlo con torpezas.
Una decisión inepta e insensible que tome un funcionario puede echar por la borda el trabajo de años en pos de una causa digna, como la del bienestar animal; una declaración desafortunada puede mancillar un buen propósito; una consigna manida o absurda, incluso (o sobre todo) si se dice con la mejor de las intenciones, puede servir de ariete para una oleada de agresiones y mofas. “Munición semiótica” le llama el filósofo mexicano Fernando Buen Abad a esos contenidos que tributan, para bien o para mal, a la disputa de sentidos que atraviesa a la política y a la condición humana, en definitiva.
Tengamos conciencia de que somos un país asediado, en guerra. Tengamos conciencia de que en la sociedad del espectáculo debemos actuar con inteligencia, sutileza y tino. Tengamos conciencia de que al enemigo no le podemos dar ni excusas ni aliento. Cuidemos al continente para seguir luchando por la superior valía del contenido. Toda munición semiótica que produzcamos debe tributar a nuestra agenda, nunca a la de nuestros adversarios.
(Tomado de Granma)