Pocas dudas caben a tirios y troyanos –y hasta a los que no somos ni de Tiro ni de Troya ni pretendimos nunca controlar el Mediterráneo y mucho menos a Europa– de que el mundo en que vivimos se encuentra en transición. Para comprenderla, y también para tratar de avizorar hacia dónde nos lleva, resulta adecuado recordar, aunque muy brevemente, la historia de cómo hemos llegado hasta hoy.
A partir del nacimiento y la consolidación del capitalismo –al que tanto contribuyó «el descubrimiento» de lo que hoy llamamos América, y el robo de sus riquezas por los europeos– el mundo ya capitalista fue, primero, hegemonizado hasta la Segunda Guerra Mundial por Gran Bretaña (que desde la Primera Guerra Mundial había comenzado a declinar).
Derrotada la Alemania nazi (con el aporte fundamental, decisivo, de la URSS), EE. UU., sobre cuyo territorio no había caído una sola bomba y al que no se le había disparado ni con cartuchos de salva, aprovechando la guerra que prácticamente había destruido a Europa (también a la URSS), salió de la misma como único suministrador de bienes y servicios al mundo, con las mayores reservas de oro, y siendo la primera e indiscutible potencia mundial con la capacidad, además, de crear el ficticio mundo del modo de vida americano y la democracia liberal que impondrían. A pesar de todo ello, no fue hasta 1990 que, liderando el pacto militar que denominaron Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y el grupo de países que llamaron «mundo libre» y también Occidente, guerra fría mediante, debieron disputar la hegemonía global con la URSS.
Desaparecida la Unión Soviética y también el Pacto de Varsovia (la alianza militar que fuera integrada por los países del socialismo del este europeo), por causas que no corresponde analizar ahora, EE.UU. y la OTAN –que al desaparecer el pacto entre países socialistas había perdido toda razón de ser y debió desaparecer– persistieron en la irracional idea de extender su no menos irracional modelo de democracia al resto del mundo. Para ello se constituyeron en el todopoderoso gendarme mundial, y pretendido poder hegemónico global, encargado de llevar a cualquier «oscuro rincón del mundo» (como proclamara Bush, el hijo) la «democracia liberal» que, de la mano del liberalismo y el capital, había llegado chorreando sangre y lodo.
Precisamente, la anterior fue la expresión que retomó Marx en El capital, cuando aportó como pruebas suficientes el exterminio de las poblaciones nativas del que fuera llamado Nuevo Mundo, y la esclavitud de los que fueron traídos a él desde África. Pruebas adicionales han sido las actualizaciones con más de lo mismo en Yugoslavia, Afganistán, Irak, Libia, Siria, y las sanciones a Cuba, Irán, Venezuela…, cuentas todas en el largo rosario de intervenciones, guerras y vandalismos realizados a nombre de la democracia y la libertad, y que hoy, nuevamente, pretenden ocultar con mentiras difundidas por medios a su servicio.
Claro que las clases dominantes de los países europeos siempre han tenido intereses propios, lo que las innumerables guerras de su historia, incluyendo las dos guerras mundiales, demuestran; también que, con estos intereses, coexisten otros propiamente europeos, como también lo demuestra su ya larga historia de integración. Pero no puede pasarse por alto que el último intento serio de Europa de tomar distancia de EE. UU. (sin duda el más contundente fue cuando, en 1966, Charles de Gaulle solicitó cambiar los dólares acumulados en París por oro que EE. UU. no tenía), fue el 4 de enero de 1999, momento en el que los mercados europeos y no europeos amanecieron con 11 monedas nacionales reemplazadas por una moneda única, el euro, concebida para impactar en la economía internacional y también para disputar el dominio que EE. UU. mantenía desde Bretton Woods, con su más que cuestionado dólar, al que desde 1971, y de manera unilateral, Richard Nixon le había retirado el respaldo de oro en flagrante violación de los acuerdos de 1944.
Con el euro, Europa aspiraba a convertirse en el mercado más grande y eficiente del mundo, por lo que introdujo la moneda que se suponía que al menos compartiría con la divisa estadounidense su posición como medio de pago y moneda de reserva mundial. Y aunque con el euro la vieja Europa aspiraba a convertirse en el contrapeso (el único entonces posible) que precisaba el mundo, nunca fue capaz de dejar de ser lo que es hoy: mera prolongación económica, política y militar del mayor imperio que jamás existió… y que la arrastra a su decadencia.
Ya desde los inicios del presente siglo la sucesión de crisis promovida por el neoliberalismo y la globalización comenzaron a erosionar el poder de EE. UU. Surgieron o fueron creados nuevos y continuaron viejos conflictos en Irak, Afganistán, Libia, Siria, entre Israel y Palestina en la franja de Gaza, en el sudeste asiático entre China y Japón (islas Diaoyu); también conflictos pesqueros por las islas Spratly, tensiones con la República Popular Democrática de Corea y su programa nuclear, con Irán también por su programa nuclear…, y en todos ellos y más, EE. UU. con sus pretensiones de hacer el mundo a su imagen y semejanza, y a su servicio.
Junto a todo lo anterior, la llamada flexibilización cuantitativa, con las emisiones de dinero para evitar la caída de los precios (deflación) y reactivar el consumo y la inversión, las compras a precios sobrevalorados de activos tóxicos (depreciados y de escaso valor de mercado), el canje de bonos a corto plazo por otros a largo plazo (operaciones Twist) y todo en los marcos de la banca en la sombra, fuera del control estatal, que aceleró la financierización de la economía y, junto a ella, la vuelta del oro (sí, el desmonetizado) como mejor activo de refugio, como reserva de reservas ante las contingencias previsibles, todo acompañado con la espada de Damocles de la deflación global.
Y así el neoliberalismo y la globalización nos hicieron llegar al segundo decenio del siglo con un estancamiento casi mundial de una economía en la que el dólar de EE. UU. representaba casi el 50 % de la deuda extranjera vendida fuera del país en que radica el emisor de esta, el 65 % del efectivo que se mantenía fuera del país que la emitía, casi el 60 % de los depósitos bancarios en una moneda distinta de la del país en la que estaban colocados, y representaba algo más del 62 % de las reservas de los bancos centrales del mundo… todo lo que hizo resurgir el unilateralismo y el neoconservadurismo que impulsó a los nacionalistas, y estos a Trump y al trumpismo, con su America first y su política de guerras comerciales, el que a su vez y como no podía ser de otra manera, llevó de vuelta a los globalistas, ahora representados por Biden.
Así las cosas, para relacionarse con EE. UU. hay que tener siempre presente la frase atribuida a John Foster Dulles, quien fuera secretario de Estado de Eisenhower, el mismo presidente que comenzara la eterna guerra contra nuestra Revolución: «EE. UU. no tiene amigos, solo intereses»… para no errar, y sin necesidad de ser experto en relaciones internacionales ni dominar los entresijos de su teoría, ni los de la geopolítica ni los de la economía política internacional, nadie descartaría, porque hasta puede decirse que resulta obvio, que los estrategas de EE. UU. han planeado la guerra en Ucrania para tratar de detener el declive imperial y el surgimiento de polos de poder capaces de disputarle la hegemonía global, lo que incluye a Europa. Para ello contaron –y no fueron defraudados– con la miopía política de la corporatocracia europea y de los Borrell, los Stoltenberg y otras caras más o menos visibles a su servicio.
Considérese si no lo hasta aquí descrito, también el ascenso de China, la India, el fortalecimiento de la economía en toda la región Asia-Pacífico, de Rusia y los Brics. Trátese de encontrar un solo aspecto que beneficie a los países europeos, en especial a Alemania, por la no utilización del gasoducto Nord Stream 2; piense en qué beneficiará a la industria alemana y europea el aumento de los costos de producción como consecuencia del aumento de los precios del gas, y si en algo ese aumento mejora su competitividad; en cómo y cuánto el aumento de los alimentos mejorará el nivel de vida de los europeos; cuánto y por cuánto tiempo estará detenido el comercio y la inversión Europa-Rusia luego de la confiscación, por parte de la OTAN-UE, de las reservas depositadas en los bancos europeos y en Gran Bretaña, y qué beneficio recibirá Europa de ello; cuál será el costo y cuánto el tiempo para construir las capacidades navales y portuarias imprescindibles para recibir el gas licuado que se le compre a EE. UU… La relación puede extenderla el lector cuanto desee, y puede incluir la rusofobia europea avivada por la más que ridícula propaganda estadounidense. No encontrará por ninguna parte beneficio alguno para Europa ni para los europeos.
Y si a la incompleta relación precedente de los costos derivados de la guerra en Ucrania se le agrega –como adorno del pastel que, con el nombre de Europa, prepararon los estrategas de EE. UU. para su consumo exclusivo– los gastos adicionales que para «la defensa» serán realizados por la compra de armamentos a EE. UU., se hace evidente que aquella moneda que llamaron euro, destinada a competir con el dólar de EE. UU., no tardará en desaparecer de las reservas de los bancos centrales del mundo.
Ninguna duda cabe de que, hasta ahora, la estrategia estadounidense de aislar a Rusia de occidente ha dado resultados. Además, sabemos que entre los resultados se incluyen la ruptura de las cadenas productivas, lo que ya ocasiona efectos desastrosos, crecientes e impagables para Europa, aunque también para EE. UU. y el resto del mundo que, por lo visto, los «grandes estrategas» no supieron o no quisieron prever. Todavía el mundo está a tiempo de volver a la racionalidad. Esperemos que así sea.