La inmensa mayoría de la humanidad ha vivido, con espanto y dolor, la masacre cometida en Bucha, la ciudad martirizada de Ucrania a manos de los invasores rusos. Quisiera, como siempre, pasar del lamento a la enseñanza, del dolor a las lecciones que nos ofrece este nuevo crimen de lesa humanidad perpetrado en la tercera década del siglo XXI. Increíble pero cierto.
Hasta el Papa Francisco, besando una bandera traída desde Bucha al Vaticano, ha denunciado y lamentado toda guerra y en especial esta horrible matanza de civiles en este poblado y en otras ciudades ucranianas. Digamos desde el principio, para no distraernos del propósito de esta columna, que la historia de la humanidad, lamentablemente, está llena de genocidios, carnicerías humanas y exterminios, ya sea de un determinado signo ideológico y también del otro.
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Pero que esto haya sido así no justifica, ni disminuye, la extrema gravedad de este martirio cruento e injustificado de víctimas civiles. Nada nada nos permite racionalizar estos crímenes. Recordar otros similares o peores, ejecutados por el nazismo, el estalinismo o el maoísmo, no sirve más que para confirmar la gravedad del mal en este mundo. Lo peor es que nos acostumbremos a la calamidad. El neurólogo, filósofo y psiquiatra austríaco Viktor Frankl, quien sobrevivió en campos de concentración nazis viviendo en su propia piel los horrores de aquel holocausto, nos dice en su obra “El hombre en busca de sentido”: “Paso a paso nos fuimos acostumbrando a un horror inmenso y terrible”.
La reacción ante la derrota
La derrota se convirtió en masacre. Ante la resiliencia del pueblo ucraniano, y el fracaso de los planes intervencionistas de ejecución rápida, podrían haberse tomado, por lo menos, dos actitudes: reconocer la derrota, hacer un alto...