Somos CHON. O sea, organismos compuestos básicamente por carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno. Como estas no son las únicas sustancias que nos conforman, algunos prefieren decir CHONPS, y agregan el fósforo y el azufre. En realidad, somos resultado de una compleja reacción bioquímica en la que intervienen muchos más elementos: sin potasio no pudiéramos caminar, sin hierro no tuviéramos sangre, sin calcio no hubiera huesos.
También son esenciales para la vida el cloro, el sodio y el magnesio; y, en proporciones menores al 0,01 %, nuestros cuerpos contienen boro, cromo, cobalto, cobre, flúor, yodo, manganeso, molibdeno, selenio, silicio, estaño, vanadio y zinc. En fin, parecerá mentira, pero la razón de iniciar este artículo con una reflexión «mendeleyana» es porque durante millones de años pudimos vivir sin oro.
¿Cómo es posible?, cuestionaría el común de los mortales; somos la civilización del oro: cuántas expediciones y fechorías y guerras no se han emprendido por conseguirlo. El oro es sinónimo de valor y prosperidad; sus reservas se cuidan celosamente. Las mayores están en la base de Fort Knox, Kentucky, un refugio a prueba de armas nucleares. Sin embargo, vea usted, ni falta que le hace el oro a la vida.
Claro está, gracias a la ciencia este metal tiene hoy gran utilidad para la salud. Es usado en rayos láser para avanzados tratamientos de pacientes con cardiopatías o tumores; en las hebras de adn para el estudio del material genético de las células, y también está presente en termómetros de precisión y en la unión de agentes químicos complejos (como proteínas) para la creación de medicamentos de alta tecnología.
Aun así, sus aplicaciones industriales son mínimas: solo el 10 % de la extracción mundial se dedica a la esfera productiva; el resto se emplea en fabricar joyas o como reserva monetaria. A pesar de su alta resistencia a la alteración química por el calor, la humedad y la mayoría de los agentes corrosivos, la mayoría de las veces el oro es incosteable para tales fines: lo impide el alto valor agregado de los productos suntuosos que con él se elaboran.
O sea, por culpa de la vanidad humana, el oro no puede salvar todas las vidas que pudiera. Por ejemplo, para evitar que los llamados airbags fallen en el momento preciso, lo más seguro es emplear contactos de oro en los diversos sensores repartidos por el automóvil. Sin embargo, para tener idea de lo costoso que resulta ese procedimiento, baste decir que apenas cien gramos de ese metal valen más que algunos automóviles en su conjunto.
¿Pero cómo el oro llegó a convertirse en mito? Bueno, para ahorrarme una larga historia –en la que sería forzoso abundar sobre arduos temas de la sicología social–, les cuento una anécdota. Hace algún tiempo, cuando todavía no eran comunes los smartphones, escuché una conversación entre dos jóvenes. Uno le decía al otro: El celular de Fulanito está «escapao»: tiene gps, calcula las coordenadas geográficas, y también mide la intensidad de un sismo. Yo me quedé perplejo: ¿para qué ese muchacho querría tales aplicaciones, si en Jatibonico todo está cerca, nadie se pierde y jamás ha ocurrido un sismo? Además, ¿a quién se le ocurre mirar un teléfono cuando tiembla la tierra?
La respuesta es que, para ese muchacho, el celular de Fulanito no es un teléfono, sino un símbolo de estatus social. Así el aparato deja de representar la función utilitaria para el cual fue creado, y se convierte en una suerte de amuleto capaz de aumentar el nivel de aprobación social del poseedor.
En fin, lo mismo ha pasado con el oro. Mucho más que un metal, hoy es símbolo de poder. Naturalmente, el carácter especial de una persona no lo determina un teléfono, ni un artículo de marca ni un colgante de oro, sino determinados atributos y valores personales; pero ya sabemos: los humanos no solo somos compuestos orgánicos, sino también seres sociales.
Durante miles de años hemos desarrollado una capacidad simbólica que trasciende la materia. Con la imaginación, somos capaces de traer a la realidad lo inexistente, dotar de otras propiedades a las cosas, y así, mediante la asombrosa facultad de idealizar, convertimos al oro en un fetiche. Más aún, le otorgamos un carácter divino. No exagero. Desde la antigüedad muchos presumieron que ese era el metal preferido de Dios.
Esa lógica motivó que, en el medioevo, no solo muchos creyeran que comer en plato de oro prolongaba y hacía más sana la vida, sino que también era una eficaz medicina. Ante ciertas enfermedades, los facultativos solían prescribir la ingestión de oro en polvo. Durante el Renacimiento, el color oro en el escudo de armas era considerado el más noble de todos y, por tal razón, simbolizaba pureza, amor, alegría, santidad, esplendor, sabiduría… Aún no había perdido su «abolengo divino» y, en consecuencia, se le asignaban atributos ilustres; pero las cosas cambian con el tiempo, y ya el oro no tiene ese halo romántico: ahora se le identifica con el dinero.
De modo que, si en la calle topamos con alguien forrado en oro –grandes cadenas y gruesos anillos–, ya no vienen a la mente referencias nobles ni valores espirituales, sino que esa persona va gritando a todo pulmón: ¡Yo tengo dinero!, ¡Tengo mucho dinero! Algo que, aparte de pedante y presumido, parece un tanto ridículo.