Jacinto Tomás Barreto y Pedroso, regidor perpetuo y alcalde mayor de la Santa Hermandad y I Conde de Casa Barreto era un hombre malo, malo de verdad. Implacable con los esclavos, era peor aún con los negros fugitivos que lograba capturar en sus exitosas rancherías. Con el pretexto de darle limosnas, solía reunir en el patio de su casa a grupos de mendigos y cuando estos eran numerosos, les azuzaba a los perros que saltaban sobre ellos. Escriben Félix Mondéjar y Lorenzo Rosado en su libro Marianao en el recuerdo (2017) que los menesterosos pensaban que aquellos canes eran los mismos con los que el Conde perseguía a los esclavos y, aterrorizados, trataban de huir a como fuera. En realidad, eran perros menos fieros que los otros, pero el pánico de lo congregados en su desespero por salirse del recinto causaba un efecto mayor que las fauces de los animales. Al final del macabro espectáculo, Barreto repartía las limosnas prometidas y recompensaba con una mayor cantidad de dinero a los que presentaban heridas más graves o mayor cantidad de ellas.
Una de sus mansiones se hallaba en las cercanías de Puentes Grandes y la Avenida 51, propiedad que bordeaba el río Almendares en dirección al norte, hasta la costa, donde hoy se hallan los repartos Miramar y La Sierra. Los carreteros temían transitar por aquellos apartados parajes: decían que una luz misteriosa salida de no se sabe dónde se posaba sobre lo yugos de los bueyes que tiraban de las carretas. Una zona en la que el Conde enterró fabulosos tesoros valiéndose de negros que después mandó matar. Fortuna que nunca apareció.
Los días 21 y 22 de junio de 1791 una tormenta se hizo sentir con fuerza y la zona de Mariana resultó de las más afectadas por el desbordamiento del Almendares. Sus aguas arrasaron viviendas, caminos, puentes de sillería y cuando encontraron a su paso. La mansión del Conde, en Puentes Grandes, sufrió daños de consideración. Barreto murió en medio de la tormenta. En la tenebrosa niche del 21 de junio estaba de cuerpo presente en la sala principal de su hermosa casa de La Ceiba.
Álvaro de la Iglesia, citado por los autores de Marianao en el recuerdo, afirma que luego de escucharse como un trueno lejano seguido de un ruido semejante al de un trepidar de carros sobre un pavimento pedregoso y el estruendo de cien piezas de artillería que disparaban al mismo tiempo, puertas y ventanas de la casa se rompieron con estrepitoso y ensordecedor fragor y un océano penetró en la estancia derribando todo lo que encontraba a su paso. Cuando la ola se retiró en medio del resplandor siniestro de los relámpagos, llevó consigo el sarcófago donde yacía el cuerpo sin vida del Conde. Solo quedó en una imagen de bulto de Cristo crucificado que Barreto acostumbraba azotar en sus crisis de sadismo, y que hoy, aseguran Mondéjar y Rosado, se conserva —el llamado Cristo de Barreto— en la iglesia de María Auxiliadora, en Teniente Rey y Compostela.
Los restos del Conde nunca aparecieron. Dicen los autores citados que en el índice del libro nueve de defunciones de blancos que obra en los fondos de la parroquia del Espíritu Santo aparece asentado el nombre de Barreto y remite al folio 46 del volumen donde debió inscribirse la defunción del sujeto.
Los descendientes de Jacinto Tomás Barreto y Pedroso, I Conde de Barreto, ocuparon la casa de la Ceiba hasta 1890. La abandonaron y la otrora lujosa mansión se convirtió en casa de vecindad. La destruyó totalmente el ciclón de octubre de 1944.
Los vecinos le llamaban la casa de los perros por los canes de bronce que todavía en la década de 1960 custodiaban la entrada de la casa en ruinas y que remedaban ejemplares de la feroz jauría negrera del Conde, pero al igual que los restos de este, esos perros desaparecieron para siempre.