“Limpia, fija y da esplendor”. Este, que parece el anuncio perfecto para un detergente, fue el lema que acompañó desde su nacimiento en 1713 a la Real Academia de la Lengua Española. La unión de los reinos de Castilla y Aragón, el descubrimiento de América y la reconquista del sur de España, hasta entonces dominado por los invasores musulmanes, resultó en una confluencia perfecta para que el castellano se impusiera como la lengua común del naciente estado español y su imperio de ultramar.
Sin embargo, el orden y concierto que se podía soñar para la península ibérica, era casi una utopía para los territorios coloniales, especialmente los dominios insulares del Caribe, que carecían de interés económico frente a las riquezas que proveían los territorios continentales americanos. Por decirlo mal y pronto, en el Caribe español, fuera de ciudades de cierta importancia como La Habana, Santiago de Cuba o Santo Domingo, más que reinar los reyes, reinaba cierto relajo.
Esos pueblos y villas que vivían a expensas del contrabando y el comercio irregular, fueron asentamiento de migrantes de todas partes del mundo, quienes acomodaron la lengua a sus propias necesidades y condiciones de vida. De ahí que lo que hoy llamamos el español de Cuba sea una variante en permanente transformación, preñada de aportes de muchos grupos étnicos y culturales reunidos en el “nuevo mundo”.
La entrada masiva de esclavos africanos, sobre todo a partir del auge del sistema de plantación azucarera a finales del siglo XVIII, complejizó aún más esas interacciones. Situados en una posición de inferioridad social y cultural, el negro esclavo y sus descendientes, eran forzados a abandonar su lengua materna para aceptar el español como idioma. Pero ni las más estrictas ordenanzas pudieron evitar que la lengua de los negros comenzara a integrarse y a contaminar la “limpieza y el brillo“ del castellano.
Los africanos esclavizados fueron extraídos de muchas regiones de aquel continente, cada una de ellas con lenguas y tradiciones culturales consolidadas. Fue el caso de la cultura bantú, extendida en una amplia región que domina desde Camerún hasta la actual Sudáfrica. Este grupo, que aportó a la religiosidad cubana la práctica conocida como Palo Monte o Regla Conga, también ha dejado un influjo no despreciable en la lengua del cubano, el cual ha sido recogido con lujo de detalles en el Diccionario de bantuismos en el español de Cuba (Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello, 2009), obra de Gema Valdés Acosta y Myddri Leyva Escobar, profesoras de la Universidad Central “Marta Abreu” de Las Villas.
Muchos de esos aportes han sido preservados como parte de la liturgia religiosa, pero otros se han integrado armónicamente al habla cotidiana. Es el caso del léxico de la alimentación (fufú, gandinga, gandul, guarapo, malanga, ñame, quimbombó, sambumbia), de la música (changüí, guaguancó, mambo, tango, sandunga), de las celebraciones (cumbancha, guasanga) o las enfermedades o daños (dengue, ñáñara, sirimba).
La gran mayoría de estos aportes son sustantivos, algunos de ellos tan generalizados en su uso que han sido recogidos en el proceso de actualización del Diccionario de la Lengua Española, como es el caso de “bemba” para designar labios muy gruesos, en primera instancia, o simplemente como sustitutivo de cualquier tipo de labio. El imaginario popular lo ha integrado a graciosas expresiones como la de “radio bemba”, para referirse al chisme callejero. Para nadie son ajenas en Cuba el uso de palabras como “bilongo”, “bititi”, “cachumbambé”, “cañengo”, “candonga”, “cúmbila”, “guara”, “yaya”, “macuto”, “mayimbe”, “tucutú”, “tufo”, “zangandongo” o “zunzún”, que pasan por casi todos los registros del habla cotidiana o han sido legitimadas por su incorporación a la creación artística, especialmente a la literatura y la música. Otras se integran a frases como “ser de ampanga”, “un niño bitongo”, “explotó como cafunga”, “se armó tremenda candanga”, “estar en la fuácata”, “quedar [algo] en casa de las quimbambas”, “dar una tángana”, “me sale de los timbales”, “formarse un titingó”, entre otras.
Aunque la hipótesis es discutida por algunas fuentes, existe hoy cierto consenso en el origen bantú de una de las palabras más célebres de nuestras luchas por la independencia: “mambí”. Si bien, etimológicamente el mbi bantú significa “villano”, el término resultante experimentó un proceso de resemantización para pasar a dar un valor positivo, designando a quien luchaba contra el poder colonial español.
Sí conserva su significado negativo la palabra “fula”, muy extendida en Cuba desde finales de los años 80 del pasado siglo para designar no solo a una persona mala o situación adversa, sino también como referencia al dólar estadounidense. “Fula” es una variante de enfula o m-fula, término que designa indistintamente la lluvia, polvos mágicos o la pólvora. Alude por lo tanto al peligro, a sustancia explosiva, lo cual permite explicar por qué comienza a hacer referencia al dólar en un momento en que esa moneda carecía de curso legal y estaba penalizada su tenencia en el país.
Son muchos los aportes de las lenguas africanas al español que hablamos hoy en Cuba. Y aunque por mucho tiempo fueron preteridas esas interacciones, hoy podemos observar con mayor claridad el influjo de las “lenguas de negros” en todos los ámbitos de nuestra cultura. Más adelante, seguiremos explorando estos caminos y aportando a los lectores valiosas referencias para el estudio de ese idioma tan entrañable que llamamos el “cubano”.