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60 años no es nada (III)

Aunque la Crisis de los Misiles es un evento archidocumentado y analizado desde todos los ángulos, sigue siendo pasto de estereotipos habidos y por haber.

Basta un calendario para comprobar que entre el 22 de octubre, cuando JFK denunció la presencia de los cohetes y se inició el despliegue de fuerzas y el bloqueo aeronaval, y el 20 de noviembre, cuando las fuerzas armadas de EEUU recibieron la orden de pasar de Defcon 3 al nivel normal de alerta, transcurrieron 29 días, no 13, como se dijo.

Más que 13 días

Esto de la duración no tendría mucha importancia, si no fuera porque el mito de los 13 días refuerza la idea de que la crisis fue un pulseo entre dos líderes, y quedó sellada en cuanto alcanzaron un acuerdo. Deja fuera que el peligro de confrontación se extendió durante todo el tiempo que se mantuvo el bloqueo aeronaval a la isla; los aviones de combate siguieron volando a baja altura, para «verificar el desmantelamiento de las bases;» continuó la presión para que además de los cohetes nucleares se retiraran los bombarderos Il-28, las lanchas  Komar, los Mig 21, y otras armas convencionales en Cuba, que EEUU no había convertido en piedra de escándalo.

Puesto a rodar por el best-seller de Robert Kennedy Thirteen Days, ese mito de los 13 días no recoge el tiempo en que EEUU trató de seguir metiéndoles el pie a los soviéticos, aprovechando que estaban en retirada, y minimizar su apoyo efectivo a Cuba, aprovechando que esta no había participado en la negociación. La Crisis se alargó no solo por esa presión de EEUU, la mediación del Secretario General de la ONU, U Thant, y la misión diplomática del vice-premier Anastas Mikoyan, sino por el mantenimiento de los vuelos a baja altura. Solo cuando Fidel Castro le anunció en carta pública a U Thant, el 14 de noviembre, la decisión de no permitir más vuelos rasantes, que atronaban el espacio aéreo y la moral de combate de los cubanos, JFK mandó a suspenderlos (al día siguiente), y luego a desmovilizar las tropas. Ahí fue que la Crisis quedó sellada.

Otra idea repetida es que la «posición inamovible de JFK» y «la cordura» y ecuanimidad de los dos líderes fueron claves en hacer retroceder el conflicto, y cauterizaron sus raíces. Si se considera que JFK estaba aterrado por el predominio de la invasión a Cuba en su Consejo de Seguridad Nacional, y Jruschov se había dado cuenta de que la situación se le estaba yendo de las manos luego del derribo del U-2 en Holguín, se puede entender que ninguno de los dos buscara un acuerdo de fondo, estable y duradero, sino apenas un pronto arreglo, que parara el golpe nuclear, en medio de una situación tan azarosa, que podía desencadenar la Tercera guerra mundial. 

Después de octubre

Esto no tendría mucha importancia, si no fuera porque la causa de la Crisis, o sea, la amenaza de EEUU, y sus efectos sobre la vida de los cubanos, no cesaron nunca. Porque quedar expuesta y a solas con unos EEUU no precisamente apaciguados determinó su sistema político y la conducta de su liderazgo en lo adelante. Porque siguieron ahí la base naval de Guantánamo, con sus constantes provocaciones; el apoyo a los alzados en varias provincias, y los cuarteles de organizaciones paramilitares en Florida, a lo largo de los 60 y 70; el bloqueo económico, convertido en eje de la estrategia de aislamiento y desestabilización. Y también porque la isla se mantuvo como actor recurrente en sus radares sobre amenazas en el Caribe, y objetivo en sus planes de contingencia.

Así, en 1978 se desencadenaría una «minicrisis» en torno a unos Mig 23 «recién descubiertos» en la isla; y otra más, un año después, acerca de una supuesta «base de submarinos nucleares» en Cienfuegos. Ambas desvanecidas en el aire, pero alimentadas por el mismo vaho de 1962: Cuba como «proxy soviético» y «exportadora de revoluciones,» en la región y más allá. Según un informe del Pentágono en los años 80, Cuba era para EEUU  una amenaza «solo menor que la soviética.»

Apenas iniciadas las guerras centroamericanas en aquella década, el general Alexander Haig, secretario de Estado, propuso públicamente «ir a la fuente» del conflicto, y lanzar un «golpe quirúrgico» contra Cuba, según él, la causa de la guerra en El Salvador, Guatemala y Nicaragua. La expresión que usó en privado el general Haig fue la misma del general Lemay en 1962: «podemos convertir la isla en un parqueo en cinco minutos.» La URSS, por su parte, le recordaría secretamente a Cuba que la sombrilla del Pacto de Varsovia, veinte años después, se limitaba al otro lado del Atlántico.

En esa misma época, los planificadores militares del Pentágono razonaban sobre la capacidad cubana para interferir las «líneas de comunicación marítimas» (sea lanes of communication) requeridas por las fuerzas que atravesaran el Canal de Panamá y el Caribe, en el escenario de una contingencia militar en Europa o el Medio Oriente. La mera idea de que la Marina cubana —una flotilla de guardacostas, lanchas con misiles y tres submarinos de entrenamiento— tratara de detener el convoy de la 82 División Aerotransportada de EEUU en zafarrancho de combate por el Caribe podría parecer más bien la trama de un thriller. Salvo si se considera que su versión invertida se hizo realidad cuando la invasión a Granada, en 1983.

Reunidos en Antigua para preparar la Conferencia Tripartita sobre la Crisis de Octubre en La Habana, McNamara me aseguró que si Cuba dejaba de intervenir en El Salvador, EEUU buscaría normalizar relaciones, y que él lo sabía «de buena tinta,» o sea, por la Casa Blanca de George H. Bush. Suponiendo que las guerras en El Salvador y Guatemala se mantuvieran por el apoyo cubano, le dije yo, ¿por qué entonces EEUU vetó que Cuba participara en las mesas de negociación de Contadora y Esquipulas? En lugar de sentarse con el gobierno cubano, como cuando se alcanzó el acuerdo de paz en el suroeste de África, en 1988. Aunque EEUU seguramente sabe que Cuba ha reducido a la mitad sus fuerzas armadas después de Angola, sin embargo, nada de eso ha movido un milímetro las relaciones. ¿Cómo podemos asegurar que lo haría si Cuba le virara la espalda al FMLN; y que no seguirán pidiéndonos concesiones de política interna ad infinitum? «Se lo garantizo yo,» me dijo.

Y treinta años después

Treinta años después, sin guerras en Centroamérica, tropas cubanas en Africa ni alianza cubano-soviética, la política de EEUU hacia la isla sigue arrastrando básicamente la estructura de conflicto heredada de la Crisis de 1962, y manteniendo el patrón de pre-condiciones y doble rasero. Igual que sigue intentando meterles el pie a sus enemigos grandes e ignorar a los chiquitos.

60 años no es nada (II)

En el contexto de la crisis en torno a Ucrania, parece como si las alarmas de 1962 se hubieran disparado, y halcones, osos, dragones y otros animalitos del zoológico de la Guerra fría se hubieran despertado. Me pregunto, por ejemplo, qué pasaría si mañana un corresponsal o un medio antigobierno aquí anunciara que les han pasado el dato de que «Rusia concederá a Cuba un crédito de más de 50 millones USD para comprar todo tipo de armamento y material militar.» Que además de «modernizar la industria de armamentos cubana, Cuba le comprará tanques, vehículos blindados y helicópteros artillados a Rusia.»

Antes de disparar la alarma al respecto, es bueno saber que esta noticia tiene más de tres años, y no ha pasado nada. De hecho, Rusia le vende medios militares a varios países de América Latina, entre ellos Brasil, Perú, Chile, Bolivia, Nicaragua, Venezuela y Cuba, desde hace más de quince años. Y los militares de EEUU han dicho ni esta boca es mía.

En todo caso, cualquier paralelo entre las crisis en torno a Ucrania y a Cuba no debería soslayar uno: la dimensión doméstica. Como antes apunté, citando una conversación con Arthur Schlesinger, la Crisis de 1962 fue más una sobrerreacción política por la presencia soviética en el traspatio, que una respuesta proporcional al desafío estratégico-militar real. El factor del año electoral, lo que podríamos llamar la fatalidad de los años pares, influyó sobre el equipo de JFK, especialmente después del desastre de Playa Girón, unos meses antes. El fantasma de la «amenaza roja» cifrado en la frase «the Ressians are coming!» era parte integral de la cultura política de la Guerra fría, y un ingrediente imprescindible de la contienda política, sin exceptuar a JFK en su campaña contra Richard Nixon en 1960.

Se sabe que el desenlace de la Crisis tuvo el aura de una victoria política para Jruschov entre la gente soviética, en la medida en que había arrancado a EEUU la promesa de no invadir a Cuba. No es difícil, digamos, imaginar el impacto de un despliegue de la OTAN en la frontera ucraniana de Rusia para el pueblo, y por extensión, para el consenso político en Moscú.  En todo caso, incluso para un país acostumbrado a la proximidad del adversario, como Rusia, anticipar que va a estar puerta con puerta debe tener una connotación problemática para la popularidad del gobierno.

Finalmente, la Crisis de los Misiles fue parte de una escalada cuya aceleración cifró la Ley del embargo, en febrero de 1962. A diferencia de lo que algunos arguyen, no respondió a la incautación de bienes malversados, reformas agrarias o urbanas, intervenciones de propiedades, nacionalizaciones y otras medidas en 1959-60; ni siquiera al estrechamiento de relaciones con la URSS. Fue firmada por JFK tres años después que la Ley de Reforma agraria interviniera los latifundios de las mayores compañías azucareras de EEUU en Cuba. En cambio, el bloqueo económico total anticipaba la guerra caliente, como parte del aislamiento hemisférico de la isla, y prolegómeno para la intervención militar directa, prevista como estación final del Plan Mangosta. No por gusto antecedió solo en dos meses al acuerdo cubano-soviético sobre los cohetes.

Cuando la Crisis selló, al menos temporalmente, la invasión, el bloqueo emergió como la columna vertebral de esa política, dirigida a rendir por hambre y drenaje humano a la isla comunista, combinando con el Programa de Refugiados cubanos de 1961. Este binomio —bloqueo más atracción migratoria— ha estado en la matriz de una política encaminada al aislamiento y la erosión del consenso interno. Es decir, a propiciar y acelerar el derrumbe del sistema, o lo que es lo mismo, a alcanzar la meta de la invasión por otros medios. 

No hay que ser crítico del capitalismo, de izquierda, ni mucho menos simpatizante del PCC, para entender que el mayor impacto del bloqueo no es sobre el Estado cubano, sino sobre la gente, de manera que hasta neoliberales y conservadores lo descalifican. Un análisis puramente numérico puede demostrar sus efectos sobre «el consumo de las familias y las dinámicas de las ventas y el empleo del sector privado, sin apreciarse un efecto significativo en los indicadores de la economía estatal.» En cambio, no siempre se aprecia su efecto político interno.

Cuando los medios cubanos o extranjeros comentan acerca del embargo, no parecen considerar cuánto incide en las reacciones políticas de los cubanos, en su percepción de los problemas del país, y en los mecanismos defensivos del sistema. En qué medida contribuye a dividir opiniones sobre el propio embargo, por ejemplo, a distinguir entre «efectos reales del bloqueo» y «justificación de malas políticas.» A mantener la mentalidad de fortaleza sitiada, por ejemplo, temer a los efectos secundarios de una normalización con EEUU, por la incertidumbre ante una circunstancia nueva y desconocida. A otros efectos colaterales, digamos, que personas no necesariamente opuestas al socialismo adquieran la noción de estar fatalmente «en el lugar equivocado,» con «un pasaporte equivocado,» por las desventajas que impone a los ciudadanos cubanos el simple hecho de serlo, respecto a los de cualquier otro país. A un sistema de regulaciones y controles, dispositivos de seguridad y defensa, encaminados a proteger el interés nacional, cuyo funcionamiento gravita con su peso sobre la vida cotidiana.

Haber sobrevivido a las sucesivas dimensiones de la hostilidad durante 60 años, desde la Crisis, ha creado fortalezas y costos insólitos, cuyos aspectos externos e internos resultan a menudo inextricables. Aprehenderlos en su carácter contradictorio, más allá del blanco y negro, y revisar las lecciones de la Crisis para la política y la seguridad nacional cubanas actuales requiere pensarlo duro y otra vez.

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