El ángel de esta historia no tiene como primer nombre Miguel, ni es escultor, arquitecto o pintor; es alguien que desanda la ciudad, muchas veces cuando sus pobladores duermen, como un rapsoda, no bastón en mano para marcar el ritmo del poema, sino con una llave en forma de T al hombro.
A diferencia de aquellos hombres de la antigüedad, este no siempre es bien mirado por una parte de los habitantes, sobre todo cuando la sequía atenaza, a pesar de que su labor contribuye al ahorro del agua y al suministro, más o menos, equitativo.
Ángel Cobo Aragón, operador de válvulas de acueducto, domina, como las líneas de la palma de sus manos, por dónde andan las tuberías subterráneas que llevan agua a las viviendas de la ciudad de Ciego de Ávila, y conoce el sitio exacto donde está cada una de ellas.
En tiempos de sequía a él también le preocupa el descontento por parte de quienes pasan tres o más días sin recibir agua y tienen que desgastarse llenando cuanta vasija tengan a mano, del mismo modo que no comparte la indisciplinada postura de personas que, incluso, llegan al extremo de manipular a conveniencia esos grifos, los obstruyen y los dañan en beneficio propio.
Ingratitudes e irregularidades así afloraron al compartir una jornada de trabajo y de aprendizaje con este laborioso hombre, convertido en una especie de misionero contemporáneo.
«¡Oiga!, seguro que en su casa tiene agua», fueron las palabras del bicitaxista.
«Yo cierro y vuelvo a abrir, según el horario establecido; ojalá pudiera ponerla más tiempo, pero no es posible; el agua hay que saber dirigirla para que todos puedan coger un poquito», comenta Ángel Cobo.
Mientras nos trasladábamos a cerrar y abrir válvulas, explicó que trabajaba en una fundición y se embulló, tanto que eslabona 30 años en un oficio que, según él, no siempre es bien mirado. Y lo más lindo, también embulló a su hijo.
«Mira –comenta–, las mismas personas tienen una cara cuando le abres las válvulas y otra cuando se las cierra, ¡vaya contradicción!».
Afirma que la ciudad debe tener cien o más de esos grifos, pero solo manipulan unas 27 o 28 para que el líquido llegue a la mayor cantidad de personas posible. «Todo funciona como un rompecabezas, cierra para allá, abre para acá, y así pasan los días, los meses y los años, de día, de madrugada, de noche, llueva, truene o relampaguee. Siempre hay gente que espera por uno, a la hora exacta, y uno debe corresponderle.
«No quiero acordarme de la pasada sequía. Fue como de 42 meses, más de tres años. Ahí sí había que ser un león tusa´o. Todo el mundo quería agua y algunos no entendían de explicaciones».
–Y en el oficio de valvulista, ¿qué le incomoda más?
–Cuando se me rompe una llave, cuando alguien te falta el respeto sin que uno tenga culpa; los salideros, que cuando das presión a las tuberías viejas es como si se reventara la tierra.
–¿Y hay mucha inestabilidad en el oficio?
–No. Es que uno trabaja 24 horas seguidas y después descansa 72 o, mejor dicho, dedica esas 72 horas a hacer otras labores: plomería, albañilería… Lo que aparezca.
Un rato después, mientras recorríamos otros puntos de la ciudad y yo repasaba mentalmente la responsabilidad social del valvulista, las situaciones que diariamente enfrenta y la constancia con que debe seguir haciendo su labor, comprendí mejor lo que muchas personas ignoran: quitar y poner el agua es mucho más exigente que el mero acto de abrir y cerrar llaves.