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Mi tío Eliseo

De mi tumulto de memorias y olvidos, he decidido entresacar tres momentos, tres vivencias de mi relación con Eliseo Diego. Como se sabe, el tres, la tríada, se usaba antiguamente como recurso para estructurar la narración y favorecer el recuerdo. Empezaré contándoles mi recuerdo más querido de Eliseo.

Un día fui a su casa, y él me narró, inolvidablemente, unos cuentos de Lord Dunsany. Dunsany es uno de esos difuntos, clásicos menores de la letras inglesas, con quienes Eliseo tenía honda amistad. Las historias que escuché esa tarde fueron dos: la primera, sobre unas pequeños dioses llamados Chu Bu y Shemeesh; la segunda, sobre un hombre que hacía instalar en su humilde apartamento de Londres una ventana que abría hacia una ciudad desconocida, una burgo con murallas, torres, y estandartes con dragones dorados. No creo que Lord Dunsany en persona hubiera podido relatar aquellas, sus propias historias, tan maravillosamente como las narraba Eliseo. Cuando me fui de su casa, me llevé prestado un volumen de Dunsany en inglés, donde no aparecían estos relatos; se titulaba Cuentos de un soñador. Aquel mismo día fui al cine Trianon a ver Ran, una película de Akira Kurosawa. Tan embelesado salí de aquella experiencia que no me di cuenta de que había dejado en el cine el libro de Eliseo, en el asiento de al lado. Tan pronto me di cuenta corrí a buscarlo, pero nunca apareció.

Pasaron los días y no encontraba cómo decirle a mi tío lo que había pasado. Era una edición vieja pero perfectamente conservada, un ejemplar irremplazable. Haberlo perdido de una forma tan tonta y, además, sin siquiera haberlo leído, me resultaba doblemente imperdonable. Antes de pasar por casa de Eliseo le comenté el asunto fugazmente a mi abuela Fina. Nunca imaginé que ella, sin avisarme, se lo contaría todo a Eliseo antes de que yo hablase con él. El caso es que cuando llamé a la puerta de su apartamento de 21 y G, Eliseo me recibió en inglés, y me hizo hacerle todo el cuento en inglés, como para duplicar la incomodidad que me producía contarle lo que no sabía yo que él ya sabía. Cuando llegué a la parte en que salí del cine Trianon, Eliseo me interrumpió diciendo: “And then you realized that you had lost my book, didn’t you?” Yo asentí, y entonces se hizo un silencio que a mi me pareció inacabable y deseé que la tierra, o el suelo de granito blanco, allí mismo me tragara. Pero al cabo Eliseo me dijo, pausadamente, estas palabras que llevo grabadas para siempre: “It’s my royal will… to keep lending you my books… Till you lose them all”. 

Masculló tres o cuatro improperios, en español, y acto seguido procedió a prestarme un segundo libro de Lord Dunsany, titulado The Book of Wonder, donde figuraban los dos cuentos que él me había relatado. Aquello fue un alivio inmenso. Una sensación tan bienhechora que perdura en mí hasta hoy, y me ha inspirado en general a ser generoso con mis libros. Años más tarde, cuando trabajaba en la revista La Isla Infinita, escribí con un amigo un guion a partir de textos de Dunsany, y montamos una pieza teatral titulada Los dioses de Pegana.

Mi segundo tesoro es una carta. Una vez le dejé a Eliseo un manuscrito de la novela que yo había intentado hacer estando en el preuniversitario. Y él me escribió esta carta, que contiene algo sobre la lúcida noción que tenía Eliseo del Otro, el oyente, espectador o lector, que ha de recibir y re-crear la obra de arte, y esto no solo resultó muy útil para mí, sino que me parece importante para cualquiera que incursione en algún campo de la creación artística:

***

La Habana, 24 de diciembre de 1991.

José Adrián Muy Querido:

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Muchas cosas quisiera decirte mi cariño, que te faciliten el camino ya escogido por ti; pero el cariño es vehemente y por tanto un poco torpe, y quizás me enrede en él, y a ti conmigo. Vamos a probar, de todos modos.

Se te ha concedido el privilegio de una imaginación tan rica como veloz: es natural que te deslumbre el vertiginoso nacimiento de tus imágenes, brotando unas de otras en embriagadora sucesión. Disfruta cuanto puedas de tu fuerza.

Pero no olvides que esa misteriosa identidad que llamamos Poesía –como dice tu sapientísima abuela Doña Fina– es al fin de todo “un acto de amor”: Todo acto creador —poema, cuento, novela, sinfonía, cuadro— es un acto de creación “a dos”: el que crea y el que re-crea, ese Otro fabuloso a quien, por amor, necesitamos comunicar lo que hemos entrevisto. Si no fuese así, ¿para qué escribir, pintar, componer?

Es necesario, entonces, cuidar del Otro como de nosotros mismos. Citando otra vez a tu abuela, crear “implica un sacrificio”: Si le damos demasiado, abrumamos al Otro y quedará inerme; si le damos de menos, nada podrá hacer. Cada poema, cada obra, debe tener varios significados legítimos para que cada otro pueda hacer lo suyo. Es un equilibrio bien difícil, y sin duda doloroso.

Hace muchos años, escribí unos versos que titulé “Tesoros”, y es una simple enumeración de cosas. Pero al final, luego de un espacio en blanco, había puesto una línea que a mí parecer lo resumía todo y cerraba admirablemente la cosa. ¡Cómo me gustaba aquella línea! Pero tu abuelo Cintio, tan cortés como penetrante y severo, me dijo: “Por qué no la quitas. Lo echa a perder todo”. Gracias a Dios, tuve la humildad y buen sentido de seguir su consejo. Así, son dos los autores de “Tesoros”: Cintio y el pobre yo de mí.

Ya ves, José Adrián, fue un sacrificio doloroso, pero necesario. El camino que te ha escogido es de luz, pero no está sembrado de margaritas, ciertamente. Adéntrate en él, con júbilo y coraje. Ya hablaremos.

Con todo cariño de tu Tío Abuelo

Eliseo

***

Lamentaría dar la impresión de que con este testimonio sólo pretendo jactarme de la complicidad y cariño que pude despertar en Eliseo. El hecho es que este regalo inefable tiene un alto precio, y es la sensación de que al morir Eliseo desapareció una buena parte del encanto del mundo. Estoy seguro de que quienes lo tuvimos muy cerca hemos sentido eso. Y el tiempo transcurrido hasta ahora no ha hecho más que reafirmar aquel soplo de pánico inicial. Sus libros nos consuelan no poco, pero a pesar de la suprema calidad de todo lo que escribió, el Eliseo que extrañamos desgarradoramente para siempre, no está en sus libros. Como tampoco están, en sus respectivas obras, sus hijos Rapi Diego y Lichi (Eliseo Alberto Diego), que fueron también grandes artistas. Pues de todos ellos puede decirse que su encanto encarnaba principalmente en su persona. Y ese encanto no parecía de este mundo, pues lograba transportarnos a esa región donde la alegría y la pena fluyen a la par, y las propias lágrimas son el vino de la bienaventuranza.

Centenario de Eliseo Diego: “Y sin embargo, es necesario hacerlo todo bien”

Y finalmente, quiero compartir un juego, ya que lo primero que viene a mi memoria cuando pienso en mi tío Eliseo son las bromas y los juegos. El diminuto guerrero celta y el legionario, pintados a mano. Los ejércitos de plomo de Prusia, Rusia y Francia. La tarde en que sus hijos y él se jugaron a las cartas los muebles de la casa, y finalmente a Bella, la madre. Todo ese puro regocijo que, como decía, no está en los libros. 

En 1991 comencé a cursar en la Universidad de La Habana la carrera de Lengua y Literatura Inglesa. Al elegir esta carrera, mi objetivo era sumergirme en lo que se llama literatura fantástica, que estaba escrita mayormente en inglés, o al menos tenía yo por entonces esa impresión. No se publicaba mucho de eso en Cuba, pero ahí estaba la biblioteca de Eliseo y de los primos Diego, de la cual ya había probado una muestra, cuando, tirado en un sofá de su casa, comencé a leer La historia interminable y El señor de los anillos, dos de mis lecturas más profundas hasta hoy.

En la carrera, sin embargo, descubrí que no me hacía ninguna gracia que me mandaran a leer, y mucho menos a escribir acerca de algún libro leído a la fuerza. Empleé, por tanto, toda clase de estratagemas para conseguir graduarme leyendo el menor número posible de las obras que figuraban en el currículum. Siempre sentí en Eliseo una gran comprensión hacia mi falta de disposición académica. Mucho tiempo después, pude leer una frase suya que vino a reafirmar esta rebeldía irreductible en lo tocante al placer de la lectura. La cito de memoria: “La idolatría literaria, ver el poema como el destello de pequeño dios al que debemos adorar, es una desdichada impureza. Deberíamos leer con la misma dura inconsciencia con que juegan los niños, haciendo nuestro lo que es sencillamente nuestro”.

Cuando cursaba el tercer año, no tuve más remedio que entregar un ensayo literario a manera de evaluación final; así que lo hice sobre una poeta galesa llamada Rhiannon Farr. Esta autora no era nada conocida en Cuba; de hecho, nuestra profesora ni siquiera había oído hablar de ella. Eran tiempos sin celulares ni Internet; es decir, cuando no sabías algo, no tenías modo inmediato de averiguarlo. Por eso, junto con mi análisis estilístico de Rhiannon Farr, hube de aportar una monografía suya, traducciones mías de algunos poemas de su libro La enrejada casa roja, así como un cuento breve titulado Nadie admira, y finalmente una carta que la propia autora había enviado a Eliseo. En la carta, ella evocaba con nostalgia la vez que coincidió con Eliseo en un eisteddfod, o festival tradicional de poesía galesa, celebrado en las ruinas de un anfiteatro en las afueras de Cardiff en 1989.

No conservo, por desgracia, ninguno de los textos del dossier que presenté junto a mi trabajo de clase. Sólo me queda el vívido recuerdo de cuánto nos divertimos Eliseo y yo inventando a aquella muchacha. El nombre Rhiannon lo sugerí yo, por el personaje homónimo de las leyendas galesas. Y el apellido Farr, lo tomó prestado Eliseo a Tommy Farr, un campeón galés de boxeo de los pesos completos. Ya no puedo estar seguro de si Eliseo estuvo en Cardiff, en aquel festival antiguo. Tiendo a pensar que no. Pero siento que ese dato tiene poca importancia, pues aún puedo ver, evocadas por su voz, las tiendas de aspecto romano, a los integrantes del jurado vestidos con ropajes druídicos, y a la bella Rhiannon Farr, con una hoja emborronada en la mano, adelantándose hasta el cerco de las antorchas.

Tiemblo ahora al recordar la voz de Eliseo hablando de la fugacidad de estas enormes minucias:

entonces nuestras bromas van y se me atragantan,

mirando que algún día tendrá otro que inventárnoslas.

Comprendo, acepto a duras penas, que ese otro soy yo, finalmente, y alguno más. Somos nosotros. Y ahora, ¿qué vamos a hacer?

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