“¿Qué miran las mujeres de los hombres?”, pregunta un meme que circula por las redes hace años. Antes lo mostraban en las peñas, y ahora, a cada rato, alguien lo sube a nuestros grupos de Senti2 o a modo de provocación.
Como no abundan las falocéntricas en nuestra cofradía, muchos caballeros se sorprenden de que muy pocas damas hablen de la portañuela en primer lugar. Por regla general mencionamos cosas no palpables, como el olor o el tono de voz… y otro montón de detalles físicos: las uñas, las cejas, las corvas, las entradas del pelo, los gemelos, la pancita, el color de los ojos, el modo de caminar…
“¿Incluso la espalda?”, pidió confirmación un chico en una de las pos-peñas que solíamos hacer en el Coppelia, y una temba glamorosa le contestó: “Especialmente la espalda… hasta donde termina”.
Él se sintió bastante mosqueado, y su ánimo no mejoró cuando le confirmamos que estudios internacionales avalan ese interés por la otra geografía masculina, cuya vista fue tabú por varios siglos, al punto de que muchos héroes (reales y fantásticos) la cubrieron con largas capas, que de seguro entorpecían sus movimientos (excepto el vuelo de Superman).
Según hipótesis antropológicas, las mujeres evaluamos el porte trasero varonil de forma inconsciente, porque sus dimensiones indican la capacidad de cargar recursos y trasladar a los más desvalidos del clan. Es un gesto heredado de civilizaciones nómadas, que recupera su atávica relevancia en tiempo de crisis y/o epidemias, tanto en ciudades como en zonas remotas, aun cuando predominen en el acto consciente otras cualidades para elegir pareja.
En nuestro espacio de wasapeo (no me da pena decirlo) el asunto de vacilar “lomos” ha tomado nivel de goce artístico, mezclado con cierto grado de disfrute reivindicatorio por todas las veces que fuimos (y somos) escaneadas en la calle sin consentimiento ni placer recíproco.
Los varones contemplados en Senti2 participan voluntariamente de una complacencia colectiva sin maldad. Muchos se esmeran en ángulos y luces para lograr un efecto satisfactorio, en especial si están orgullosos del resultado de su constancia en gimnasios profesionales o barras de azotea.
Claro que a veces hay que rogar para que los nuevos compartan la evidencia, pero la envían, sí, porque tenemos un medio infalible para persuadirles: una sensual e insistente joven guantanamera, autodeclarada acosadora oficial del grupo, detrás de cuyas ocurrencias nos escudamos las liadas, taimadas, analíticas y ma(u)readas del grupo… por solo insinuar algunos nombres de las mironas silenciosas.
Cuando Yari1 reclama espalda-selfie a un recién llegado, el gocímetro sube en todos los celulares, pues hasta los varones se prestan para el bonche: unos en modo bromista, otros marcando cola para mandar su instantánea, casi nunca fruto de un espontáneo instante (reconózcanlo), porque ese resalte de curvas y músculos no se logra sin programar el timer del cel antes de retener el aire y asumir poses previamente ensayadas.
También esta servidora se deleita en la miradera. Fanática declarada del territorio posterior de los hombres, me imagino en una diminuta carrera de motocross por esas pistas lustrosas que ocupan la pantalla de mi PC, pero nunca he perdido la compostura porque (¡ah, mundo imperfecto!) la mayoría de los chicos son lampiños o se depilan, y yo soy tricofílica confesa e irreductible.
Por eso, aunque cada tanto admire columnas firmes, pieles frescas y hoyitos provocativos, siempre vuelvo al redil de generosa pelambre que tengo bien a mano, para acariciarlo varias veces al día y acurrucarme en sus firmezas, que sin poses ni aplausos se encargan de calentar mis noches.