MIAMI, Estados Unidos. – Fue el primero de enero de 1959, hace 63 años, que los barbudos comenzaron a entrar en La Habana. Yo estaba feliz, como todos los muchachos de 15 años en aquel entonces. Batista se había fugado en la madrugada del 31 de diciembre. Había ido a parar a la República Dominicana de Rafael Leónidas Trujillo, el decano de todos los dictadores del siglo XX. En ese momento también estaba ahí Juan Domingo Perón.
En Cuba, todas las ciudades importantes estaban bajo el poder de Batista, que contaba con un ejército poderoso, supuestamente intacto (estaba profundamente desmoralizado). Eran unos tipos gordos, buenos para desfilar el Día de la Patria, pero no para pelear.
La cúpula conspiraba. Era notorio que Estados Unidos le había decretado un embargo de armas de guerra. Batista había perdido el favor de Eisenhower. El mensaje se lo llevó William D. Pawley, un hombre de negocios que había sido embajador de Estados Unidos.
Batista se largó a las pocas semanas de haber recibido el mensaje. Fidel Castro era un hombre resuelto como Francisco Franco. De Franco se decía que tenía baraka, la palabra árabe para denominar la buena fortuna. Había sido herido muy peligrosamente en el vientre en los años 20. No obstante, ambos, Fidel y Franco, murieron en sus camas. Aunque Fidel nunca fue tocado por una bala, falleció semialejado del poder y frustrado por la noción de que había fracasado.
Su archienemigo, Estados Unidos, seguía al frente del planeta: era la superpotencia de entonces.
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