Por la aceptación del público, más allá o acá de determinados reparos e insatisfacciones puntuales, puesto que sabemos lo difícil que resulta poner de acuerdo a todos, podría decirse que Vuelve a mirar cumplió: a medida que avanzaron los capítulos, la audiencia se fue enganchando, discutiendo situaciones y enfoques para al final sacar un saldo, si no absolutamente edificante, al menos propiciatorio de una necesaria e impostergable reflexión.
Realismo sin giros abruptos ni grandes estridencias, la telenovela –es bueno insistir en el apego a los códigos del género, algo sobre lo cual haremos más adelante una observación– se movió en el ámbito de la familia cubana urbana promedio de nuestra época más reciente, con los conflictos derivados de las condiciones y circunstancias de la vida misma.
Decir que el eje temático giró en torno a los adultos mayores es tocar solamente una parte del nudo dramático. Los adultos mayores, sí; pero también su relación con los jóvenes, con el medio social y, sobre todo, con uno de los más difíciles problemas todavía no resueltos: la vivienda. Si cada individuo o pareja tuviera la deseada independencia habitacional, más de la mitad de los conflictos de la telenovela no tendrían sentido, aunque los problemas serían otros. Incluso las desesperanzas, angustias y soledades y los modos de encararlas tendrían colores diferentes. En las coordenadas materiales objetivas que permean e influyen en la vida familiar cotidiana, al margen de las apremiantes coyunturas por las que hemos atravesado en plazos recientes, la convivencia se presenta como un proceso retador.
Ello salta a la vista a lo largo de esta producción, pero más aún, y es lo que en definitiva marca la distancia entre la perspectiva sociológica y la huella artística, el guion de Amílcar Salatti y Joel Infante, que parte del original de Pavel Alejandro Barrios, apunta a las razones éticas que se respiran en la diversidad de reacciones y respuestas ante los problemas abordados. Tal como reza el habla popular, cada persona es un mundo. La puesta en pantalla de Ernesto Fiallo se encargó de ser lo más fiel posible a la propuesta, al subrayar el reflejo de las acciones y sentimientos de los personajes y sus ambientes, desde un lenguaje convencional.
No hay que buscar en Vuelve a mirar lo que estaba fuera de su alcance. Fue una telenovela apegada a la demanda de contar con corrección y fluidez sus avatares, y comunicar lo que quería dejar como sedimento en el público. Coincido con la colega Soledad Cruz al valorar: «Un final feliz como suele ocurrir en las telenovelas, con algunas simplificaciones últimas, pero para ser una telenovela consiguió asumir temas duros de la realidad con bien empleados recursos tradicionales del género, apoyados por un elenco numeroso que aportó veracidad a sus personajes envueltos en los conflictos de nuestros días, para todas las generaciones». Quiero pensar que la consideración acerca del desempeño actoral, tiene que ver con la inclusión, en el equipo de dirección, de Julio César Ramírez.
Los momentos de mayor sinceridad y sensibilidad afloraron tanto a la hora de introducir el tema del amor y el sexo en la avanzada adultez (Manolín Álvarez y Miriam Socarrás), como en el tratamiento a un personaje que evidencia retraso en el desarrollo de sus facultades intelectuales (el Miguelito que nos puso a un Yohandry Aballe en plena sazón de su histrionismo). Como para pensar con detenimiento el destino de Toñín (con el que se despidió el inmenso Manuel Porto), y la responsabilidad social hacia los seres humanos que, tras un ciclo laboral productivo, son invisibilizados por su colectivo.
Mucho tendremos que volver a mirarnos a nosotros mismos. Si la telenovela sembró esa idea, bienvenida sea.