Cuando el dolor de la Patria sacude el pecho de las mujeres y los hombres dignos, los sacrificios dejan de tener límites para esas mujeres y hombres, y se agiganta en ellos, con la vergüenza, el desafío a lo imposible.
Bajo esa convicción, 81 corajudos, con Fidel al frente, convertirían un desembarco azaroso en una epopeya titánica que aún hoy nos estremece.
De aquel amanecer glorioso del 2 de diciembre de 1956 mucho se ha escrito y dicho como tributo a la tenacidad inquebrantable de los expedicionarios del yate Granma, tras su arribo a las costas cubanas. Sin embargo, las jornadas siguientes, en tierra firme, no serían menos heroicas para la naciente tropa rebelde.
Basta con decir que, entre el día 5 y el 15 de ese propio mes, 21 de aquellos bisoños revolucionarios abonarían con su sangre la ruta libertaria que marcó el principio del fin de la dictadura batistiana en la Mayor de las Antillas.
Sus edades promediaban apenas los 26 años, excepto un revolucionario, quien pasó a la inmortalidad con 41 años cumplidos.
¿Quiénes eran esos jóvenes valerosos? ¿Cómo se produjeron sus muertes? Son preguntas insoslayables que ahora, 65 años después de aquella gesta sublime, permiten aquilatar mejor la grandeza de su compromiso: «ser libres o mártires».
DEFENDER UNA CAUSA
Con el cansancio a cuesta y agobiados también por la precariedad de los alimentos, la falta de agua y las heridas provocadas en la piel por el mangle enrevesado y el diente de perro, los expedicionarios del Granma tuvieron su bautizo de fuego el 5 de diciembre de 1956, apenas tres días después del desembarco por Los Cayuelos.
En un pedazo de monte yermo conocido como Alegría de Pío, el fuego enemigo sorprendió a los combatientes y descargó sobre ellos un intenso ataque que provocó su desconcierto y fragmentación en 28 grupos. Tres revolucionarios no pudieron escapar al cerco: Humberto Lamothe Coronado, Israel Cabrera Rodríguez y Oscar Rodríguez Delgado.
De Humberto anotó el Che en su diario: «…está en mi memoria la figura cansada y angustiada llevando en la mano los zapatos que no podía ponerse mientras se dirigía del botiquín de campaña hasta su puesto» poco antes de morir impactado por una bala. En tanto, según concuerdan varios historiadores, se presume que Israel y Oscar en realidad fueron gravemente heridos y rematados después por los soldados de la tiranía en el mismo lugar del combate.
Pero ese era solo el preludio de una tristeza mayor. En los días posteriores, hasta el 15 de diciembre, el firmamento se volvería a pintar de gris y la tierra de rojo con otros 18 revolucionarios asesinados. Todos serían víctimas de la cacería desatada por el ejército contra los pequeños grupos de combatientes que, exhaustos y desorientados, comenzaron a transitar por los montes y cañaverales pertenecientes a zonas de Niquero y Pilón, en la otrora región de Oriente (actual provincia de Granma).
El primero en ser ultimado sería Miguel Saavedra Pérez, quien logró recorrer durante dos días, hasta el 7 de diciembre, varios parajes junto a Pedro Sotto Alba, tras el revés de Alegría de Pío. De aquel peregrinar entre cañaverales, Pedro escribió en su diario: «…Saavedra estaba que casi no podía caminar, pues tenía los pies igual que yo, en carne viva. Yo le daba aliento para que caminara, pues teníamos que llegar a la Sierra. Pero llegamos a un lugar que se llama Pozo Empalao (Empalado)».
Aunque en esa zona ambos expedicionarios recibieron ayuda de los campesinos, Saavedra decidió partir solo para intentar hacer contactos en Manzanillo. En la carretera que enlazaba a Niquero con la ciudad del Golfo paró un vehículo que resultó ser un jeep del ejército, en el que viajaba el capitán Caridad Fernández. «Cuando le hizo señas que parara, pararon y lo montaron en el medio, lo interrogaron. De Media Luna lo llevaron a Niquero y, de ahí, otra vez para Media Luna, donde lo asesinaron cobardemente», detalló luego el propio Sotto Alba.
Un destino similar sufriría, un día después –el 8 de diciembre–, el grupo de José Smith Comas, Miguel Cabañas Perojo, Antonio Ñico López Fernández, David Royo Valdés y Cándido González Morales, ultimados en la zona de Boca del Toro, en Pilón, luego de haber sido entregados a la soldadesca batistiana por un vecino del lugar a quien llamaban Manolo Capitán.
También en aquella jornada funesta engrosarían la lista de los masacrados en esa misma localidad, los revolucionarios René Reiné García, Raúl Suárez Martínez y Noelio Capote Figueroa, quienes fueron hechos prisioneros por los marineros y llevados hasta un tramo de playa donde fueron ametrallados con las manos en alto y de frente al mar.
Un poco más tarde, pasadas las diez de la noche, y en medio de un sombrío rincón del monte Macagual, serían asesinados Andrés Luján Vázquez, Santiago Hirzel González, Félix Elmuza Aggaise, José Ramón Martínez Álvarez, Armando Mestre Martínez y Luis Arcos Bergnes.
Los seis expedicionarios murieron con las manos atadas a la espalda. La escena era espantosa. Elmuza, Hirzel y Luján presentaban disparos en la cabeza; mientras que José Ramón, Armando y Luis los tenían en el cuerpo, a la altura del vientre.
Y como para enlodar más el hecho, durante la madrugada sus cadáveres eran tirados en la puerta del cementerio de Niquero, ante la mirada consternada de varios vecinos.
Tampoco los jóvenes René Bedia Morales y Eduardo Reyes Canto pudieron concretar el empeño de alcanzar la Sierra Maestra. Junto a Ernesto Fernández Rodríguez habían logrado llegar a la zona de Pozo Empalado, donde agobiados por la sed, decidieron salir de entre las cañas para aproximarse a un arroyito a tomar agua.
Allí fueron sorprendidos por una ráfaga de ametralladora calibre 30 que barrió el lugar. Los soldados dispararon a mansalva, matando a René y a Eduardo. Solo Ernesto logró escapar de puro milagro.
Aquellas muertes cobardes servirían de pantalla a la tiranía para desplegar una campaña de desinformación que, en vano, trató de silenciar y desvirtuar la verdad sobre las circunstancias en que se les había quitado la vida a esos combatientes.
EL ÚLTIMO DE LOS CRÍMENES
Con la moral tan alta como las montañas a las que no pudo llegar, Juan Manuel Márquez Rodríguez, el segundo jefe de la expedición del yate Granma, perdía la vida el 15 de diciembre de 1956. Tenía entonces 41 años.
Su agónico peregrinar solo, por montes y campos de caña, había iniciado tras la dispersión de los revolucionarios en Alegría de Pío, aunque allí Universo Sánchez Álvarez, bajo la orden de Fidel, había vuelto, infructuosamente, dos veces sobre sus pasos, para buscarlo.
Desarmado, con el uniforme verde olivo hecho jirones, el cuerpo arañado y los labios agrietados por lamer el rocío de las hojas de caña, el infortunio puso a Juan Manuel frente al campesino Ignacio Fonseca, quien avisó al guardia rural Francisco Moreno.
Pero a pesar de aquellas condiciones físicas lamentables, Márquez conservaba toda su dignidad y entereza. Así lo corroboró un testimonio de Lorenzo Matamoros, hijo de los dueños de la casa
adonde Juan Manuel fue llevado:
«Entre el guardia y el delator lo trajeron aquí detenido. […] Tenía diez días sin comer y nueve sin tomar agua… No podía comer porque tenía toda la boca cuarteada por la sed.
«El sargento Moreno le preguntó:
«–¿A qué tú viniste aquí?
«Él respondió:
«–Nosotros vinimos a defender una causa».
Luego de aquel breve interrogatorio, Juan Manuel fue montado en un vehículo y, en una guardarraya de la finca La Norma, cerca del central San Ramón, en Campechuela, el expedicionario fue brutalmente golpeado y dejado por muerto. En horas de la noche, los soldados que venían a enterrarlo encontraron su cuerpo aún con vida, y uno de ellos lo remató con dos disparos.
Pensaban así que acallaban aquella voz vibrante que supo aunar voluntades y conmover a todo un pueblo con la fuerza de su verbo. Pero se equivocaron. Juan Manuel Márquez y los otros 20 expedicionarios caídos durante esas jornadas aciagas para la Patria se volvieron semillas fértiles que impulsarían, con su ejemplo, el camino hacia el triunfo definitivo.
Fuentes:
El desembarco del yate Granma. La memoria en la Epopeya, de un colectivo de autores. /El retorno anunciado, de Herberto Norman Acosta. /Periódico Granma.