Si Mailín Jiménez Sánchez no llorara dentro de su apartamento recién estrenado, nadie creería que llora de felicidad, porque llora mucho. Tanto, que al tragarse el sollozo no puede hablar y dice “espérate” con la mano, pero es por gusto: tiene que retomar la historia otra vez, desde que llegara a Júcaro hace 12 años hasta que parara a Tapia, hace muy poco.
“Yo salí a la calle, lo paré y sé que si me ve en la foto va a acordarse de mí, por eso quiero que me saquen por el periódico pa’ que sepa que me dieron la casa, que estoy muy agra…muy agra…” y ya no consigue terminar palabras. Menos, ponerle cargos y apellidos a Tapia.
Se tarda, respira, y entonces Juana, madre al fin, empieza a calmarla, a decirle que no puede ponerse así. Particularmente ella, que tiene “una enfermedad del corazón, exceso de líquido en el cuerpo, el hígado con problemas y, pa’ colmo, una linfagitis”.
A Mailín se le fueron acumulando las dolencias y terminó siendo más vulnerable de lo que ya era por vivir frente al mar. Ahora —cuando le da la espalda y se aleja 15 kilómetros, adonde las aguas que la amenazarán serán las del cielo, y con techo de placa tampoco le preocupan— no deja de pensar en las “tormentas” que vivió al borde de la costa, que casi es vivir, también, al borde de la muerte.
“Lo que en Júcaro hemos tenido mucha suerte”, interrumpe Zaida Mendoza María, vecina de su otra escalera, con una sentencia más creíble por rondar los 70 años de edad que por dotar de buena suerte la modorra de un pueblo castigado hasta por el salitre.
Lo más bello de Júcaro está al fondo de sus aguas, y solo quienes han buceado en los Jardines de la Reina lo han visto. El resto ha tenido que conformarse con saberlo o con una foto. Por eso, si Zaida habla de “mucha suerte” no se refiere ni a la pesca que de allí sale, sino a estar vivos, a pesar de todas las pérdidas materiales.
Y podría pensarse que con cada batacazo pesaban más las pérdidas, pero cada año se sentían más dichosos: volvían a sobrevivir. Este 2021, sin embargo, fue la cúspide de la felicidad, renunciaron al miedo y a una humedad que de relativa solo tenía el parte meteorológico.
“Vinimos pa’ lo seco”, suelta Zaida, quien todavía no se adapta a nombrar el lugar como Ramón Domínguez de la Peña (un nombre demasiado largo) ni Macizo Cañero (porque la caña nunca tuvo nada que ver con la gente de Júcaro).
De a poco irán poblándole las costumbres y retomarán las conversaciones donde mismo las dejaron hace más de dos años, cuando 20 familias poblaron en enero el primer edificio, seguidas de otras 20 que lo hicieron a finales de ese año.
Este 4 de diciembre llegaron Zaida, Mailín, Juana, Joel, el maestro… y Dayamí Hernández García, presidenta del Consejo Popular y habitante del primer edificio, sabe que durante unos cuantos meses la mudanza será el acontecimiento de la zona. Gente nueva que llega dejando atrás las nostalgias y el salitre; sin querer recordar cómo vivían; a menos que sea para hacer visible el contraste y darle gracias a la Revolución.
“La vida les cambió, las preocupaciones, que ya las tienen, pasaron a ser la falta de luz en la escalera, los salideros, los latiguillos que no aguantan la presión, la terminación del área urbana…”, comenta Dayamí, consciente de tales nimiedades; sobre todo, para pobladores que enfrentaban las temporadas ciclónicas temiendo a la fuerza de los vientos y a la altura de las olas.
La más arrolladora de todas fue la de Irma, que dejó el susto y se llevó casi todo lo otro. No obstante, mientras el tercer edificio se inauguraba este martes, sus moradores le daban la espalda a aquel suceso y de alguna manera parecían ellos un mar en calma. Ahora sí, definitivamente.
(Tomado de Invasor)